Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

lunes, 21 de julio de 2008

FUI UNA FIERA HASTA AYER

En homenaje a mis amigos, los que me dan diariamente lecciones de fraternidad y amor desinteresado.

Fui animal salvaje, y como tal herí y recibí desgarrones. Lastimé y me desgarraron; aunque a veces me enternecieron las caricias, de igual modo hice daño, porque esa era mi naturaleza bestial.
En otras oportunidades de nada sirvió mi ternura, pues me rasgaron la piel y sangré, pero las laceraciones van cicatrizando, aunque las marcas persistan…
Siempre estuve al acecho tratando de defenderme, cuando me sentí acorralada. Aun no sé como actuar, voy aprendiendo, cometo errores, pero trato de corregirlos, ir por el rumbo correcto; sigo desconfiando de todos, esperando agresiones, sin saber de donde vendrán; pero poco a poco me voy amansando, ya no tiro zarpazos, me contento con esperar. Aguardo, sé que en la cercanía o en la distancia hay caricias, ya no agresión.
Un animal herido es peligroso, eso lo reconozco. La paciencia y el afecto mientras sana, es importante; el cariño surge poco a poco, lentamente se transforma en un amor distinto, un sentimiento más profundo.
No hay mayor fidelidad que la del animal salvaje, hacia quien le brindó protección, lo curó y le enseñó a vivir diferente. No extraño el entorno selvático, aprendí a trocar brutalidad por un sentimiento menos excitante, pero mucho más intenso y duradero, la AMISTAD.
Doy las gracias a quienes son mis amigos y me enseñaron que es posible confiar.

Magui Montero

DESAMOR

Sangrando de dolor el alma desnuda
despechada corre el miedo en las mañanas
y camina susurrando quejas mudas
escondiendo lo que guarda en las entrañas.

Buscaba al despertarse cálidas sonrisas,
encontraba siempre miradas hurañas
¿acaso es desamor con su gélida brisa?
O ella fue culpable de ser tan extraña?

La vida pintaba, cual prado florido
colores brillantes, jolgorio y canciones,
ahora trocó a gris y desvaído
quizás son los años, quizá otras razones.

Observó su rostro, y está distraído
¿Qué quedó del joven de mirada ardiente,
por el cual cien veces se hubiese perdido?
¿Qué fue de sus besos, su aliento candente?

Tan solo conversa, cuando tiene ganas,
un beso obligado que le da en la cama…
Por noches enteras, lo abrazó aterrada,
tratando volviese a brotar la flama.

No es cuestión de sexo, ni emociones fuertes
solo ansiaba al hombre que fue su elegido
ese que aun comparte su vida y su suerte,
aquel que fue amor, y ahora es enemigo.


Magui Montero

martes, 15 de julio de 2008

EXQUISITA LUJURIA

Los susurros estremecen la piel afiebrada
y roces de labios hambrientos
discurren palabras calladas.

Cuerpos enlazados en vital abrazo
reniegan del candor, ensalzan la lujuria
con sonidos guturales y gemidos ahogados.

En el fragor de la batalla diastólica
la espada presta, busca carne ansiada,
torbellino sublime de golpes y estocadas,
revoltijo incomprensible de piernas enredadas
suspiros y caricias largo tiempo anheladas.

Acompasado galope erótico marcan
los senos rotundos como tambores vibrantes
una mujer liberada sacude cabellos al viento,
amazona nocturna ebria de amor y deseo
cabalgando el potro loco de la ilusión y los sueños.

Magui Montero

lunes, 14 de julio de 2008

CELOS

Ramiro estaba con los labios apretados, los surcos de sus mejillas semejaban dos paréntesis circundando la boca, los ojos se habían convertido en dos ranuras pero aun así se podía notar el brillo afiebrado de la mirada.
Dorita, había renunciado a todo lo que significaba ataduras de su vida anterior. Dejó el pueblo y la familia para irse con él; las comodidades que le permitieran sus buenos ingresos, los había trocado por el amor a lado de ese hombre, que tenía un humilde empleo. Les alcanzaba para vivir con lo imprescindible; a ella no le importaba, no se quejaba, era feliz.
Ramiro veía la aflicción reflejada en el rostro de su amada desde hacía un tiempo; cuando servía la comida o conversaban, escondía la cara y evitaba mirarlo.
Los feroces celos se fueron clavando cual espinas dolorosas en lo profundo del joven, más aun pensando que todas las noches la dejaba sola para ir a trabajar como sereno de una empresa. Imaginaba que quizás hubiese conocido a otro; tal vez cansada de esa vida simple, habríase reencontrado con los amigos de antes, cuando no le faltaba nada.
Cansado de hacer conjeturas, un día pidió permiso, alegando dolor de estómago y regresó rumbo a la humilde casita que compartía con Dora. No llegó, quedó en la esquina esperando; algo le decía que esa noche sabría la verdad.
Pasó más de media hora, ya estaba por abandonar su idea, cuando la vio salir con un abrigo impermeable negro; la capucha le cubría el cabello ensortijado, alcanzó a distinguir los jeans y las zapatillas blancas, llevaba un paquete que apretaba en los brazos.
Estaba lloviznando, el empedrado sacaba ecos mortecinos del rápido andar. Ramiro trataba de mantenerse a la distancia, pero sin perderla de vista. Quizás iba a encontrarse con un amante y llevase ese hermoso conjunto de encaje que guardaba para las noches que él descansaba y ella se convertía en una gata sensual. Tal vez otro hombre tocaría esa suave piel y despertara su ardiente temperamento como cuando estaban juntos.
A medida que transcurrían los minutos, mientras la seguía, la rabia fue encegueciéndolo. Dora giró repentinamente en una calleja angosta, su andar fue haciéndose más lento, mientras Ramiro apresuraba el paso hasta alcanzarla justo cuando posaba la mano en un picaporte.
Allí debía estar ese maldito hombre con quien su mujer se revolcaba cada vez que iba a trabajar para traer el jornal!! Sin pensarlo dos veces, sacó el cortaplumas que llevaba apretado dentro del bolsillo, la llamó y alcanzó a ver la mirada sorprendida. Dora abrió la boca para decir algo, pero las palabras fueron ahogadas por un borbotón de sangre, cuando hundió el arma en su pecho.
Ahora acabaría también con ese ricachón que seguramente la estaba esperando!
Abrió la puerta, y encontró una mujer sentada hamacándose con las piernas cubiertas con una frazada. Rosa le sonrió, el fuego de la chimenea marcaba más aun las ojeras oscuras.
– Hola Ramiro – dijo – te conozco porque Dorita me mostró una fotografía donde estaban juntos. ¿Por qué no vino mi ahijada? ¿Acaso se enfermó?
Ramiro sintió que algo le oprimía el pecho, giró la cabeza y miró hacia la puerta entreabierta. Las zapatillas blancas se veían nítidamente con la luz de la calle, destacando los lunares carmesíes de la sangre que las manchaba. La muerte se reía a carcajadas de sus celos infundados.
Magui Montero

jueves, 3 de julio de 2008

LA CASA DE NERUDA (II)

Partí rumbo a la última etapa de mi viaje. Había escuchado tantas cosas de Isla Negra!! El amanecer me encontró caminando por las calles silenciosas rumbo a la Terminal de Valparaíso. El viento de la madrugada fría castigaba mi rostro con su hálito marino, mientras la tenue luz rosada del alba pintaba los cerros de claroscuros.
Me arrellané con la nariz pegada al vidrio, tratando de percibir el paisaje que apenas podía divisar, a través del cristal empañado; pero aun las sombras estaban espesas. Sentí la tibieza de unas manos amigas en las mías, infundiéndome parte de su calor y confianza, pero aun así, temblaba…
La emotividad de los últimos días era demasiado perceptible, trataba de mantener la mesura para no ser catalogada de demente. Cada pequeñez que sucedía hacía brotar mis lágrimas, para sorpresa de las personas que me rodeaban. Nadie podía saber lo que por dentro bullía y dolía como una herida quemante. La percepción de sentimientos de tal intensidad me había golpeado íntimamente.
El panorama que observaba, comenzó a definirse a medida que corría el tiempo. El sol tintaba las suaves colinas a los lados de la carretera de un intenso color verde, pero a medida que la luz crecía y el vehículo avanzaba; iba desapareciendo, dando lugar a vegetación más agreste, jalonada de manchones marrones y grises de piedra. A la distancia o en algún recodo, de pronto, el mar se anunciaba y volvía a esconderse. Los pueblos se sucedían, aumentando mi ansiedad, con el trayecto.
Al fin escucho las ansiadas palabras: “próxima parada: Isla Negra”, y nuevamente el golpeteo ya conocido del corazón pugnando por salir del pecho… me acercaba paso a paso a la casa de Neruda.
Era un pequeño poblado, de casas bajas y humildes, que se extendía a ambos lados de la carretera, dividiendo lo que eran suaves colinas de pastizales duros, del pronunciado declive que llevaba a la costa. Callecitas de tierra, algunas posadas, ventas de artesanías y cafeterías, anunciaban que ese lugar estaba cambiando sus costumbres ancestrales de vivir de la pesca por el beneficio que dejaban los turistas, quienes en reducidos grupos, caminaban curioseando y tratando de registrar todo con sus cámaras.
Mi joven y silencioso compañero, disfrutaba escuchando los comentarios propios de una extranjera que ignoraba los hábitos y las palabras usuales de la zona; soltando una carcajada, cuando decía algo inconveniente o de dudoso significado para los habitantes chilenos.
Me tomó la mano, mientras con el otro brazo extendido señaló un cartel que indicaba el camino. La calle bajaba custodiada por grandes árboles y minúsculos jardines cubiertos de flores; para mi asombro éstas brotaban aquí y allá abigarradas, entre macizas rocas en un bello desorden que parecía el capricho de un loco pintor. Una cerca de madera, puso fin a nuestra caminata.
El limitado jardín con algunas esculturas e indicaciones para el turismo, me puso casi en alerta, Un amplio vestíbulo de madera, piso cerámico, chimenea, restaurante, agencia de turismo, venta de recuerdos. ¿Dónde estaba? ¿Qué habían hecho? Quedé silenciosa, miraba alrededor, con un creciente malhumor, hasta que se acercó un guía y explicó… La casa de Neruda, estaba un poco más atrás. Se podía ir en grupos de no más de diez personas, respetar las indicaciones y no sacar fotografías. Recién ahí suspiré aliviada… Nadie había roto la magia que el poeta creara en su entorno.
Y fuimos entrando en su mundo; la sala apenas dejaba lugar para estar de pie. Alrededor de una gran chimenea rodeada de cómodos sillones y poltronas, se apiñaban los mascarones de proa de diferentes barcos. Bellas mujeres de cabellos al viento, angelicales criaturas de brazos extendidos que antiguamente se sumergieran en mares lejanos, hoy estaban custodiando esa sala, formando parte de los caprichos del hombre que quiso tener el mar dentro de su hogar.
Pasábamos de una a otra habitación sin poder definir si era el interior de un barco o de una casa, las puertas pequeñas, los corredores angostos y de piso a techo, cientos y cientos de cosas recogidas en sus viajes. Caracolas, máscaras indígenas, tallas de madera y piedra, instrumentos de música, pipas, etiquetas, chapas con grabados antiguos. Llegamos a una sala más alta que el resto de la casa, y para mi sorpresa, me encontré frente a un inmenso caballo de madera, con su montura y brida, listo para ser montado; una muestra más del buen humor y las bromas que el artista se acostumbraba a hacer con sus compañeros de andadas.
El comedor tenía dos de sus paredes, íntegramente transparentes, hacia un lado se veía el jardín y los setos con flores, hacia el otro el mar. La casa daba el aspecto de haber sido construida de a pedazos, pero llevaba su marca, gritaba la personalidad del antiguo dueño.
Una habitación grande, decorada, como si fuera fonda marinera, con mesas y sillas, mostrador, bebidas y propagandas, daba también hacia la costa. Allí recibía a sus amigos, tomaban grandes cantidades de alcohol y luego… se subían a la barcaza que nunca navegaba, colocada a tal propósito frente al mar, cantaban y solía decir que la marea los mecía según el alcohol que bebían.
Giros y contra giros, escaleras que subían y bajaban, ¿Desde adentro?? Madera lustrada y barniz. ¿Desde afuera? celeste y blanco los colores del mar y la espuma que coronaba las olas; pero también piedras formaban la torre, donde el dormitorio parecía estar flotando en la brisa, en una réplica de todo lo que era propio del lugar. Esa casa respiraba alegría, el sol se colaba por los vidrios, y casi se podían escuchar las risas.
Finalmente salimos al jardín trasero; pude comprobar que la casa estaba en la parte alta de la costa. Desde allí se podía bajar hasta la playa, unos veinte metros más abajo, donde el agua de un turquesa profundo rompía con fuerza contra las rocas en rugidos rabiosos de espuma.
A pocos pasos, se extendía una terraza que daba al océano; en el medio un mástil, los bordes rodeados de cadenas, todo construido en piedra sacada de ahí mismo. Simulaba la proa de un barco, en actitud de navegar hacia el infinito. En el centro, un rectángulo de tierra cubierta de flores y la placa de mármol negro. Allí descansaba, con su amada Matilde, la última esposa y compañera final. Él mismo pidió que estuvieran juntos en ese viaje a la eternidad.
Contemplé la belleza bravía del Pacífico, que se extendía a mis pies; temblaba y las lágrimas caían entremezclándose con el agua que salpicaba mi rostro. Sin haber siquiera intentado, ese peculiar hombre, extraordinario hasta en su patriotismo, a quien solo conociera por sus escritos, me estaba indicando el camino. Sentí la calidez de un abrazo protector que cubría mis espaldas, del frío intenso de la tarde.
El regreso a mi patria sería duro, debía colocarme nuevamente la máscara de férrea voluntad, hacer lo que el destino había marcado. ¿Volar? Solo con la mente y el corazón. No tratar de hacer realidad lo que los sueños me gritaban; pero a cambio, podría darle alas a quienes aún tenían fuerzas y juventud para hacerlo por mi; para concretar lo que yo había ansiado siempre… Volar en busca de un mañana en libertad.
Magui Montero

Nota: Fotografía tomada en la parte trasera de la Casa de Isla Negra, donde se encuentra la tumba del poeta.
Relato dedicado a Luis Gallardo Cortéz.

Amo el mar

Amo el mar
fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.