Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

jueves, 3 de julio de 2008

LA CASA DE NERUDA (II)

Partí rumbo a la última etapa de mi viaje. Había escuchado tantas cosas de Isla Negra!! El amanecer me encontró caminando por las calles silenciosas rumbo a la Terminal de Valparaíso. El viento de la madrugada fría castigaba mi rostro con su hálito marino, mientras la tenue luz rosada del alba pintaba los cerros de claroscuros.
Me arrellané con la nariz pegada al vidrio, tratando de percibir el paisaje que apenas podía divisar, a través del cristal empañado; pero aun las sombras estaban espesas. Sentí la tibieza de unas manos amigas en las mías, infundiéndome parte de su calor y confianza, pero aun así, temblaba…
La emotividad de los últimos días era demasiado perceptible, trataba de mantener la mesura para no ser catalogada de demente. Cada pequeñez que sucedía hacía brotar mis lágrimas, para sorpresa de las personas que me rodeaban. Nadie podía saber lo que por dentro bullía y dolía como una herida quemante. La percepción de sentimientos de tal intensidad me había golpeado íntimamente.
El panorama que observaba, comenzó a definirse a medida que corría el tiempo. El sol tintaba las suaves colinas a los lados de la carretera de un intenso color verde, pero a medida que la luz crecía y el vehículo avanzaba; iba desapareciendo, dando lugar a vegetación más agreste, jalonada de manchones marrones y grises de piedra. A la distancia o en algún recodo, de pronto, el mar se anunciaba y volvía a esconderse. Los pueblos se sucedían, aumentando mi ansiedad, con el trayecto.
Al fin escucho las ansiadas palabras: “próxima parada: Isla Negra”, y nuevamente el golpeteo ya conocido del corazón pugnando por salir del pecho… me acercaba paso a paso a la casa de Neruda.
Era un pequeño poblado, de casas bajas y humildes, que se extendía a ambos lados de la carretera, dividiendo lo que eran suaves colinas de pastizales duros, del pronunciado declive que llevaba a la costa. Callecitas de tierra, algunas posadas, ventas de artesanías y cafeterías, anunciaban que ese lugar estaba cambiando sus costumbres ancestrales de vivir de la pesca por el beneficio que dejaban los turistas, quienes en reducidos grupos, caminaban curioseando y tratando de registrar todo con sus cámaras.
Mi joven y silencioso compañero, disfrutaba escuchando los comentarios propios de una extranjera que ignoraba los hábitos y las palabras usuales de la zona; soltando una carcajada, cuando decía algo inconveniente o de dudoso significado para los habitantes chilenos.
Me tomó la mano, mientras con el otro brazo extendido señaló un cartel que indicaba el camino. La calle bajaba custodiada por grandes árboles y minúsculos jardines cubiertos de flores; para mi asombro éstas brotaban aquí y allá abigarradas, entre macizas rocas en un bello desorden que parecía el capricho de un loco pintor. Una cerca de madera, puso fin a nuestra caminata.
El limitado jardín con algunas esculturas e indicaciones para el turismo, me puso casi en alerta, Un amplio vestíbulo de madera, piso cerámico, chimenea, restaurante, agencia de turismo, venta de recuerdos. ¿Dónde estaba? ¿Qué habían hecho? Quedé silenciosa, miraba alrededor, con un creciente malhumor, hasta que se acercó un guía y explicó… La casa de Neruda, estaba un poco más atrás. Se podía ir en grupos de no más de diez personas, respetar las indicaciones y no sacar fotografías. Recién ahí suspiré aliviada… Nadie había roto la magia que el poeta creara en su entorno.
Y fuimos entrando en su mundo; la sala apenas dejaba lugar para estar de pie. Alrededor de una gran chimenea rodeada de cómodos sillones y poltronas, se apiñaban los mascarones de proa de diferentes barcos. Bellas mujeres de cabellos al viento, angelicales criaturas de brazos extendidos que antiguamente se sumergieran en mares lejanos, hoy estaban custodiando esa sala, formando parte de los caprichos del hombre que quiso tener el mar dentro de su hogar.
Pasábamos de una a otra habitación sin poder definir si era el interior de un barco o de una casa, las puertas pequeñas, los corredores angostos y de piso a techo, cientos y cientos de cosas recogidas en sus viajes. Caracolas, máscaras indígenas, tallas de madera y piedra, instrumentos de música, pipas, etiquetas, chapas con grabados antiguos. Llegamos a una sala más alta que el resto de la casa, y para mi sorpresa, me encontré frente a un inmenso caballo de madera, con su montura y brida, listo para ser montado; una muestra más del buen humor y las bromas que el artista se acostumbraba a hacer con sus compañeros de andadas.
El comedor tenía dos de sus paredes, íntegramente transparentes, hacia un lado se veía el jardín y los setos con flores, hacia el otro el mar. La casa daba el aspecto de haber sido construida de a pedazos, pero llevaba su marca, gritaba la personalidad del antiguo dueño.
Una habitación grande, decorada, como si fuera fonda marinera, con mesas y sillas, mostrador, bebidas y propagandas, daba también hacia la costa. Allí recibía a sus amigos, tomaban grandes cantidades de alcohol y luego… se subían a la barcaza que nunca navegaba, colocada a tal propósito frente al mar, cantaban y solía decir que la marea los mecía según el alcohol que bebían.
Giros y contra giros, escaleras que subían y bajaban, ¿Desde adentro?? Madera lustrada y barniz. ¿Desde afuera? celeste y blanco los colores del mar y la espuma que coronaba las olas; pero también piedras formaban la torre, donde el dormitorio parecía estar flotando en la brisa, en una réplica de todo lo que era propio del lugar. Esa casa respiraba alegría, el sol se colaba por los vidrios, y casi se podían escuchar las risas.
Finalmente salimos al jardín trasero; pude comprobar que la casa estaba en la parte alta de la costa. Desde allí se podía bajar hasta la playa, unos veinte metros más abajo, donde el agua de un turquesa profundo rompía con fuerza contra las rocas en rugidos rabiosos de espuma.
A pocos pasos, se extendía una terraza que daba al océano; en el medio un mástil, los bordes rodeados de cadenas, todo construido en piedra sacada de ahí mismo. Simulaba la proa de un barco, en actitud de navegar hacia el infinito. En el centro, un rectángulo de tierra cubierta de flores y la placa de mármol negro. Allí descansaba, con su amada Matilde, la última esposa y compañera final. Él mismo pidió que estuvieran juntos en ese viaje a la eternidad.
Contemplé la belleza bravía del Pacífico, que se extendía a mis pies; temblaba y las lágrimas caían entremezclándose con el agua que salpicaba mi rostro. Sin haber siquiera intentado, ese peculiar hombre, extraordinario hasta en su patriotismo, a quien solo conociera por sus escritos, me estaba indicando el camino. Sentí la calidez de un abrazo protector que cubría mis espaldas, del frío intenso de la tarde.
El regreso a mi patria sería duro, debía colocarme nuevamente la máscara de férrea voluntad, hacer lo que el destino había marcado. ¿Volar? Solo con la mente y el corazón. No tratar de hacer realidad lo que los sueños me gritaban; pero a cambio, podría darle alas a quienes aún tenían fuerzas y juventud para hacerlo por mi; para concretar lo que yo había ansiado siempre… Volar en busca de un mañana en libertad.
Magui Montero

Nota: Fotografía tomada en la parte trasera de la Casa de Isla Negra, donde se encuentra la tumba del poeta.
Relato dedicado a Luis Gallardo Cortéz.

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Amo el mar

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fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.