Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

sábado, 24 de mayo de 2008

NUESTROS PADRES

NOTA ACLARATORIA: He decidido copiar las palabras que encontré en un power point que me enviaron. Hace algunos días se festejó el Día de la Madre en algunos países, y en el próximo mes de Junio es el Día del Padre.
Esto es para que aquellos que aun tenemos la dicha de tenerlos entre nosotros sepamos valorarlos y comprender muchas cosas que nos negamos a asimilar.
El archivo del que copié las palabras que están a continuación dice en las propiedades del documento
Sic: “el Texto es de Autoria de Marha Medeiros, formatado por Paulo Benites, em Piracicaba-SP, em 18 de outubro de 2005, ás 07:42 horas.”
Magui Montero

NUESTROS PADRES

Padres héroes y madres heroínas del hogar. Pasamos buena parte de nuestra existencia cultivando estos estereotipos. Hasta que un día el padre héroe comienza a pensar todo el tiempo, protesta bajito y habla de cosas que no tienen ni pie ni cabeza.
La heroína del hogar comienza a tener dificultades en terminar las frases y empieza a enojarse con la empleada.
Que hicieron papá y mamá para envejecer de un momento a otro?
Envejecieron... Nuestros padres envejecieron. Nadie nos había preparado para esto. Un bello día ellos pierden la compostura, se vuelven más vulnerables y adquieren unas manías bobas.
Están cansados de cuidar de los otros y de servir de ejemplo: ahora llegó el momento de ellos de ser cuidados y mimados por nosotros.
Tienen muchos kilómetros andados y saben todo, y lo que no saben lo inventan. No hacen mas planes a largo plazo, ahora se dedican a pequeñas aventuras, como comer a escondidas todo lo que el médico le prohibió. Tienen manchas en la piel. De repente están tristes. Mas no están caducos: caducos están los hijos, que rechazan aceptar el ciclo de la vida.
Es complicado aceptar que nuestros héroes y heroínas ya no están con el control de la situación. Están frágiles y un poco olvidadizos, tienen este derecho, pero seguimos exigiendo de ellos la energía de una usina. No admitimos sus flaquezas, su tristeza. Nos sentimos irritados y algunos llegamos a gritarles si se equivocan con el celular u otro electrónico, y encima no tenemos paciencia para oír por milésima vez la misma historia que cuentan como si terminaran de haberla vivido.
En vez de aceptar con serenidad el hecho de que adoptan un ritmo más lento con el pasar de los años, simplemente nos irritamos por haber traicionado nuestra confianza, la confianza de que serian indestructibles como los super -héroes.
Provocamos discusiones inútiles y nos enojamos con nuestra insistencia para que todo siga como siempre fue. Nuestra intolerancia solo puede ser miedo. Miedo de perderlos, y miedo de perdernos, miedo de también dejar de ser lúcidos y joviales.
Con nuestros enojos, solo provocamos más tristeza a aquellos que un día solo procuraron darnos alegrías.
¿Por que no conseguimos ser un poco de lo que ellos fueron para nosotros? Cuántas veces estos héroes y heroínas estuvieron noches enteras junto a nosotros, medicando, cuidando y midiendo fiebres!!
Y nos enojamos cuando ellos se olvidan de tomar sus remedios, y al pelear con ellos, los dejamos llorando, tal cual criaturas que fuimos un día.
El tiempo nos enseña a sacar provecho de cada etapa de la vida, pero es difícil aceptar las etapas de los otros...
Mas cuando los otros fueron nuestros pilares, aquellos para los cuales siempre podíamos volver y sabíamos que estarían con sus brazos abiertos, y que ahora están dando señales de que un día irán a partir sin nosotros.
Hagamos por ellos hoy lo mejor, lo máximo que podemos, para que mañana cuando ellos ya no estén mas... podamos recordarlos con cariño, de sus sonrisas de alegría y no de las lágrimas de tristeza que ellos hayan derramado por causa nuestra.
Al final, nuestros héroes de ayer... serán nuestros héroes eternamente...
Gracias!!

LA SEÑORITA ALEJANDRA

La anciana se encontraba de pie, destilaba dignidad y orgullo, mientras escuchaba el Himno Nacional Argentino. Regresaba a ese lugar querido después de muchísimos años; sus ojos azules estaban húmedos por la emoción, El viejo Hogar Escuela del que en su lejana juventud había sido docente hoy festejaba las Bodas de Oro.
Las imágenes antes tan borrosas, comenzaron a volverse nítidas y se vio de nuevo en aquel mes de mayo de 1949, joven, con el delantal prolijamente planchado entonando ese mismo himno, con el cabello suelto en doradas ondas, rodeada del abigarrado grupo de niños morenos y asustados ojos. El edificio adornado con banderas argentinas y las autoridades presentes. Las tejas rojas brillaban, los pisos estaban relucientes, aun percibía nítidamente las galerías con inmensos dibujos infantiles, el castillo de Blancanieves, la señora Osa con su delantal de cocina, rodeada por pequeños ositos en la casita del bosque. Olor a pintura, madera nueva y cera. Los dormitorios infantiles lucían alegres con una alfombra de estera, camas prolijamente arregladas, coloridas cortinas, En la parte central de la galería, estaba el inmenso cartel con las palabras “Los únicos privilegiados son los niños”
Una sonrisa se dibujó en el rostro apergaminado. Tenía 26 años cuando comenzó la maravillosa tarea en aquel sitio. Debía ayudar a forjar el futuro de esos pequeños que la vida había maltratado tanto. Todos ellos provenían de hogares con problemas estructurales, padres alcohólicos, madres solteras, maltratados, abusados, o tan pobres que era imposible su crianza y educación. Su misión no era estrictamente docente, pues debía formar, educar y contenerlos, darles cariño, enseñarles a jugar. Temía no poder cumplir con todo lo que esperaban de ella. Los niños habían pasado demasiadas dificultades y desconfiaban de quien se acercaba; estaban en todo su derecho.
Se propuso entregarles un poquito de alegría. En las horas que pasaran juntos, les enseñaría poco a poco a demostrar sus sentimientos; ella tenía Amor para brindarles y hacer que olvidasen en parte, el resentimiento, las carencias materiales y afectivas que siempre habían tenido.
Y así fue; la señorita Alejandra acompañaba a sus chicos a lo largo de las jornadas, les enseñaba a leer y escribir, a sumar y restar, compartía la hora del almuerzo, jugaba con ellos, solucionaba pequeños inconvenientes y les ayudaba a soñar.
Muchas veces decía: “me gustaría que cuando sean grandes puedan tener un título que les abra las puertas del futuro”. Solía preguntar que les agradaría estudiar y sonreía con las diferentes respuestas que recibía.
Su jornada concluía en el Hogar – Escuela al atardecer, luego que los chiquillos recibían la cena, les daba un beso y regresaba a su casa, donde aun tenía muchas responsabilidades y tareas que realizar.
Pasaron los años; la señorita Alejandra fue viéndolos crecer, los chiquitines se hacían adolescentes, algunos volvían a visitarla una o dos veces, mientras continuaba con su labor.
Algunos años después, por razones políticas del país, la castigaron arrancándola de la maravillosa tarea que tanto amaba, para cumplir funciones administrativas, pero ella nunca olvidó a los traviesos infantes que fueron casi sus hijos.
Ahora, no sabía de que lugar habían rescatado su nombre y el de algunas otras compañeras, que orgullosamente estaban en la primera fila del homenaje a quienes fueron pioneros en ese maravilloso lugar, donde los niños, de alguna forma, podían tener algo que les había sido negado en la vida.
Los aplausos al término del Himno Nacional, la sacaron rápidamente de las cavilaciones; hubo palabras alusivas, entrega de pergaminos, canciones interpretadas por el Coro de la Provincia y algunas danzas folclóricas. Se dio por concluido el acto; saludó viejos amigos que había perdido de vista hace algún tiempo, y comenzó a dar los primeros pasos, aferrada al brazo de su nieta, mientras se apoyaba firmemente en el bastón con la otra.
De pronto, un grupo de personas se acercó y la hizo detenerse; los miró extrañada, no creía conocerlos, y aunque sus ojos no la ayudaban demasiado, dudó, porque sus rostros tenían algo familiar.
- Señorita Alejandra! ¿Cómo está? ¿Se acuerda de mí? Fui su alumno cuando tenía 9 años, dijo el hombre con la voz entrecortada.
La anciana abrió sus brazos y apoyó su cabeza, en el pecho de ese caballero maduro, con el pelo corto entrecano, vestido de impecable traje gris, mientras las lágrimas corrían por su rostro.
- ¡Hola mi chiquito! ¡Nunca más te vi! Estás tan grande!
El hombre se rió un poco turbado por las palabras. Le recordó que habían pasado muchos años, que hacía más de 30 años se fue de la provincia, pero había aprovechado la oportunidad para cumplir una promesa que le hiciera cuando era su alumno y venía a mostrar lo que eran sus logros.
- Me costó mucho, es cierto que tuve que esforzarme, nada fue fácil, pero aquí estoy, soy profesor de Literatura. Trabajo en la docencia, porque usted me enseñó a amar lo que hacía, ella es mi esposa, y estos son mis hijos, la más chica tiene 16 años y se llama como usted. He cumplido; nunca olvidaré las palabras que nos dijo el día que terminé la escuela primaria. “Si uno de todos ustedes lo logra, mi misión estará cumplida y podré saber que lo aprendido dio sus frutos”.
La ex docente sonrió, tratando de mantenerse serena, le agradeció por haberla recordado y por permitirle saber como había concretado sus sueños, lo abrazó nuevamente con ternura, y se despidió de la familia.
Mientras caminaba hacia la salida reflexionaba; hay cosas que no les había enseñado a los pequeños alumnos; …debían buscar dentro de si mismos.
Era parte de cada ser humano; sin saberlo, ese niño lo había encontrado. Pensó que de nada hubiese servido sembrar miles de semillas, si el terreno no era fértil. Ella solo había ayudado a educarlos. Aquel pequeño tuvo dignidad, tenacidad, había puesto sacrificio y esfuerzo, pero tenía el sabor del triunfo, de lo conseguido por propio mérito.
Era cierto, se sentía satisfecha; aunque fuera mínimamente había logrado cumplir con la consigna que leyera en las paredes del viejo Hogar – Escuela: “Los únicos privilegiados son los niños”. No sabía si alguno más lo había conseguido, pero al menos “la señorita Alejandra” había colaborado, dándoles la oportunidad de serlo.
Magui Montero
Nota: Dedicado a mi madre en su cumpleaños. ¡Felices 85 años, mamá!

miércoles, 21 de mayo de 2008

BRUMA

Bruma blanca, algodonosa, donde se concentra el silencio. Los ruidos se tornan suaves, desaparecen; el entorno se envuelve con pinceladas fantasmagóricas. En un grito inaudible, pero presente, la boca nubosa absorbe los sonidos.
El paisaje es grisado como si un gnomo travieso hubiese pasado un esfumino. Las figuras se tornan lejanas, vagas, casi intangibles, tragadas por el vaho.
Fantástico mundo de niebla, asfixiante, húmeda; textura de gasa que aletarga y libera. Bocanadas tenues de un místico cigarrillo invisible cuyas volutas se expanden sutilmente.
Caminantes rutinarios oyen el eco de sus pasos diluyéndose, apagado roce en la mullida alfombra de grava de la plaza. El motor de los vehículos resuena a través de una sordina, amortiguando el rumor a la distancia.
Caricias con aleteos de ángel desvaneciéndose alrededor de la edificación urbana. Hálito vivificante y suspiro infinito, brisa apenas perceptible lamiendo la piel que se estremece con la frescura del amanecer.
El manto silente empieza a rasgarse, los rayos mágicos del sol comienzan a esgrafiar los árboles, las casas, las flores de los jardines.
La neblina que asciende girando en espirales, se esconde tímidamente. Poco a poco, pausadamente, la bruma va disipándose. Respiro hondo, nuevamente la ciudad comienza a recuperar sus colores.

Magui Montero
Nota: Fotografía tomada por Magui Montero en noviembre de 2005 - Cielo santiagueño

lunes, 19 de mayo de 2008

LA POMPA DE JABÓN

Caminaba dando pequeños saltitos mientras miraba las vidrieras iluminadas con luces multicolores. Llevaba en su mano una paleta dulce que saboreaba con deleite y la carita sonriente mostraba restos de “melcoche” almibarado.
Las calles se veían bulliciosas, melodía alegre salía de algún lado; el vendedor disfrazado de arlequín soplaba una cañita de la que surgían innumerables burbujas brillantes de distinto tamaño que se esparcían por el aire, flotando y elevándose al compás de la brisa mañanera.
La pequeña quedó parada mirándolo con asombro, mientras el arlequín sonreía y nuevamente comenzó a soplar pompas de jabón. Una de ellas grande e irisada, giraba alrededor de la nena acercándose cada vez más, hasta que la curiosidad le hizo apoyar los deditos en la burbuja. De pronto se encontró sentada en el interior y su risa estalló en pequeños gorjeos, mientras se elevaba suavemente sobre la gente.
El sol entibiaba el rostro risueño, en tanto ella miraba con curiosidad las copas de los árboles que se hamacaban graciosamente a su paso; los ocasionales espectadores señalaban el cristalino globo que jugaba con el viento elevándose.
El arrobo y la sorpresa ponían chispitas en los ojos de la pequeña, mientras observaba el paisaje que cambiaba de colores, a medida que la ampolla transparente recorría distancias, alejándola de la ciudad. Vio la carretera como cinta plateada que refulgía con la luz, un serpenteante río mostraba en sus lados manchones verde azulinos de vegetación costera, casitas rurales parecían pequeños recortecitos rectangulares, y a lo lejos vislumbraba montañas salpicadas de nieve.
Bandadas de golondrinas en vuelo emigratorio acompañaron el trayecto por un rato, retomando nuevamente su rumbo y ella reía ante los vaivenes juguetones de esa burbuja que la llevaba con rumbo desconocido. Los picos parecían inmensas parvas de chocolate, cubiertos de merengue, vistos desde arriba, la fronda era celofán jaspeado donde pastaban pequeñas ovejitas. Se fueron sucediendo pueblos y comarcas, hasta que comenzó a definirse la costa del mar.
Olas rugientes rompían fuertemente en las rocas, mientras la pompa de jabón seguía las formas costeras. Barcos veleros agitaban sus coloridas telas saludándola en su recorrido, que se hacía lento. Nuevamente estaba sobre una ciudad; una bahía mostraba naves de gran porte y la esfera flotaba suavemente. Llegaron a una plaza, donde fue descendió hasta rozar el césped.
La niña tocó nuevamente la cristalina y suave cápsula y esta se abrió dejándola bajar. Un árbol enorme extendía sus ramas y daba fresca sombra protegiéndola de la intensa luz solar; allí se sentó a descansar, en tanto admiraba ese lugar maravilloso y aspiraba con fuerza el aire marino.
Parpadeó repetidas veces porque el sol se filtraba entre las hojas del inmenso gomero, hasta que abrió de nuevo los ojos y se encontró en el dormitorio. En las manos no tenía ya la dulce golosina, estaba abrazando su querido osito de peluche. Había sido un hermoso sueño.

Magui Montero
Nota: Fotografía realizada por Antonio Flores en el año 1959. La niña es Magui a los 6 años

lunes, 12 de mayo de 2008

LA PIEDRA

Era un sueño largamente postergado. Había pasado diferentes etapas de mi vida hilvanando proyectos, que pensé no llegarían a hacerse realidad. Estaba en un momento crucial en que debía tomar decisiones, necesitaba reflexionar sobre cual sería el camino a seguir; la experiencia me decía que para ello debía irme lejos, el contacto con la naturaleza y los restos de una civilización por la que sentía profunda curiosidad, orientó mis pasos hacia el centro espiritual de los primigenios sacerdotes de Macchu Picchu.
Mi camino fue pausado, los ojos y el corazón se inundaban de colores, perfumes y sensaciones que superaban en mucho las expectativas que llevaba. El conocimiento de seres parcos y piel color bronce, paisajes diferentes, ciudades antiquísimas, ríos caudalosos, lagos de plácidas aguas, islas de increíble belleza fueron plasmando hitos en mi espíritu, preparándome para el momento trascendental.
A medida que transcurrían los días sentía que dentro de mí, se iba produciendo una transformación, por la percepción diaria de ese pueblo extraño y aferrado a tradiciones, mientras continuaba adentrándome en el Cusco (1). La gente aun conversaba fluidamente en lengua quechua, el idioma de sus mayores; las costumbres ancestrales eran diferentes a lo que conocía hasta entonces de otras regiones; los antepasados habían logrado construir palacios, templos y fortalezas de una belleza indescriptible, con diseños y ubicación en equilibrio cósmico tan perfecto que resultaban inexplicables muchas de ellas, aun para la ciencia actual.
Con el transcurso de los días, me sentí sorprendida, por los relatos de los guías locales, sobre la destrucción y humillaciones a que se los había sometido en nombre de una catequización hecha a látigo y punta de espada, sin respeto por los que demostraban mayor sabiduría a la europea de aquel momento, solo que la cultura Tahuantisuyo había honrado la naturaleza.
Entonces entendí el dolor de un pueblo al que se obligaba a festejar el “Día de la Raza”, cuyo significado era para ellos conmemorar el martirio de los suyos en defensa de sus creencias y costumbres.
Macchu Picchu era como la coronación del espíritu de aquellos seres, una ciudadela que representaba el santuario perfecto, la demostración de que a pesar de las muchas centurias transcurridas, aun persistía tercamente, diciendo aquí estoy; este es el mundo que nosotros quisimos.
En el amanecer de Macchu Picchu, el rostro del Inca se perfilaba a la salida del sol, perfectamente dibujado por la propia naturaleza. La creencia popular decía que quien se atrevía a escalar el Wayna Picchu (2) – la nariz del Inca – para que los rayos del sol lo tocaran al amanecer en la cumbre, tendría la paz que ansiaba y la protección de sus pasos futuros. Era el momento indicado; sin estar planeado, había llegado justamente entre el solsticio de verano y el equinoccio. A las siete de la mañana, cuando aun Macchu Picchu estaba en semipenumbras y rodeada de una densa neblina, comencé a escalar.
Sabía que me llevaría más tiempo que a los jóvenes y los deportistas, mis años de fumadora empedernida, me decían que no era adecuado hacerlo, pero eso aumentaba la obstinación por emprender el ascenso. Había aceptado los consejos de guías y gente avezada con la sugerencia de no llevar mucho peso. Mi mochila tenía una provisión de agua mineral, linterna, capa de lluvia, una fruta y dos sándwiches.
El trayecto no era difícil, un sendero angosto, muy escarpado y empinado pero perfectamente delimitado llevaba a la cumbre, en algunos tramos todavía resistían el paso del tiempo escaleras talladas en la roca por los antiguos habitantes de la ciudadela. El espacio no era mayor a los sesenta o setenta centímetros, salvo en pequeños lugares, donde se ensanchaba un poco, permitiendo descansar durante la ascensión, de un lado la pared montañosa, y del otro el vacío. En medio de la cerrada vegetación podía observar por momentos el caudaloso río Urubamba, afluente del Amazonas, y la ciudadela, que iba empequeñeciéndose a medida que trepaba.
Varias personas iban escalando, algunos se ayudaban con bastones, otros tomándose de las piedras; eran pequeños grupos de risueños jóvenes en busca de aventuras y buenas fotos, que habían viajado desde distintos países y se intercambiaban bromas.
Yo seguía trepando en silencio, respiraba agitada, me temblaban las piernas, descansaba cada vez con mayor frecuencia, hasta que finalmente llegue a la cumbre. Un majestuoso entorno se extendía a mis pies, la vegetación tenía matices azulinos y realicé el rito que me habían indicado, abrí los brazos en cruz, y puse mi rostro hacia el este para que me llegara de lleno la luz del sol. Luego bajé unos pocos metros, para sentarme a descansar en un lugar resguardado del intenso viento que soplaba, me ubiqué al cobijo de una piedra, comí la fruta y tomé un poco de agua.
Permanecí con los ojos cerrados, deseando poder compartir con alguien, estos instantes tan intensos. Quedé algo adormilada, hasta que el viento se hizo más fuerte, silbaba y pequeñas gotas de agua empezaron a caer. Cuando abrí los ojos; ya nadie quedaba en la cumbre, todos habían emprendido el regreso hacia la ciudadela, ante la inminente tormenta que se gestaba, tornando peligroso el descenso.
Estaba desorientada; la lluvia y el viento ya caían con fuerza, y comencé a buscar el sendero, para volver. Giré hacia el lado derecho, vi una pequeña flecha casi desdibujada, y supuse que tomaba el camino correcto. Lenta y cuidadosamente hacía los pasos, no se veía mas allá de los dos metros de distancia, el agua bajaba con fuerza desde la cumbre formando pequeñas cascadas que corrían arrastrando piedras, tornando más riesgoso el trayecto. Noté la vegetación espesa y algunos árboles que crecían en el precipicio, cubrían con su fronda el camino, formando un túnel sobre mí, haciendo que me sintiera más protegida.
Anduve durante aproximadamente una hora, hasta que llegué a la planicie, de no más de cien metros de lado. Sobre la pared de la montaña se abría una caverna, y un poco más allá los restos de una pequeña construcción “el Templo de la Luna”, y otras edificaciones, luego solo el precipicio, rodeado de árboles y lianas, y fue allí donde me di cuenta del error. Había bajado la montaña, pero hacia el lado opuesto, no había posible retorno sin escalarla nuevamente. Estaba agotada, el agua se había colado bajo la capa de lluvia dejándome empapada y seguía lloviendo. Decidí guarecerme en la gruta que tenía un cartel indicador, decía “La Gran Caverna”, era lugar sagrado, y según antiguas creencias la Luna protegía a las mujeres.
Mordisqueé un sándwich, tome algo de agua y me senté, mientras miraba, lo que parecían antiguas catacumbas. El silencio era roto solo por el sonido de la lluvia ó el aletear de algún pájaro buscando refugio. Los músculos dolían por el esfuerzo de más de tres horas de camino desde que salí de la ciudadela, y el temor comenzó a surgir. ¿Tendría fuerzas para enfrentar otra caminata? En este último tramo había cruzado frágiles pasarelas de madera, atadas con sogas, que se balanceaban sobre el vacío, sentía que la voluntad me estaba abandonando, pero apelé nuevamente a mi tozudez.
La lluvia estaba amainando, era hora de volver. La entrada a ese sector cerraba a las cinco de la tarde, y luego se verificaba si quedaban personas registradas sin regresar, para iniciar la búsqueda. Había escuchado que pocos meses antes un extranjero se perdió y no se pudo recuperar el cuerpo.
Levanté la mochila, la puse en mis espaldas, y comencé a caminar. Cada paso significaba un esfuerzo tremendo, las botas de escalar, parecían pesar toneladas, la ropa húmeda incomodaba; pero decidí hacer caso omiso a esos detalles y continué ascendiendo. Estaba arribando a la punta, cuando encontré un jovencito, sentado en uno de los descansos donde se ensanchaba la senda, los ojos mostraban angustia, tenía el jeans y una remera sin mangas totalmente mojados, los labios morados le temblaban por el frío y pude notar su alegría en cuanto me vio aparecer.
- Hola! - le dije - ¿qué haces aquí a esta hora? ¿Necesitas ayuda, te sucede algo?
Las palabras brotaban a borbotones, no quería demostrar mi alivio de encontrar otro ser humano en esa desolada senda, pues suponía que todos los visitantes habían regresado.
- Me sorprendió la lluvia, no traje equipo y hace frío. Yo entendí que la cumbre estaba más cerca, que solo eran unos minutos, mi familia está esperándome abajo.
- Toma mi capa de lluvia, ya dejó de llover, pero vos necesitas ponerte algo encima. ¿quieres un sándwich y un poco de agua?
- Si, gracias, tengo sed.
- Bien, es hora de continuar, ya es muy tarde. Vas por el camino equivocado, debes girar hacia atrás. Tenemos que ir la cima, y descansar un rato, para iniciar el descenso.
- No se preocupe, hace una hora que estoy sentado aquí, caminaré delante suyo y aviso que ya baja, así puede volver despacio, muchas gracias por su ayuda.
- Adiós amigo, nos vemos abajo.
Cuando llegue a la cumbre, ya no se veían rastros del muchacho, me senté agotada por el esfuerzo, pero ahora más tranquila, pues esperarían mi llegada.
La niebla aun cubría todo con un manto algodonoso, el viento helado parecía acariciarme, el sol se filtraba de ratos formando un arco iris majestuoso. Bajaba lentamente y desde lejos oí el lastimero sonido del erke, acompañado de parches y cascabeles. Recordé que ese día había un acto en que Macchu Picchu se postulaba a ser elegida como una de las maravillas del mundo; la emoción me superó e hizo el resto; ya no había lluvia, pero sentí el rostro húmedo por las lágrimas. Sabía que no debía levantar nada de la ciudadela, pues estaba prohibido; pero no me indicaron nada respecto a este lugar. Me agaché y recogí una piedra pequeña, no mayor que el tamaño de mi puño, desde la montaña sagrada de Wayna Picchu. La música interpretada con instrumentos legendarios me acompañaba envolviéndome mágicamente, y se perdía a lo lejos con el eco; pensaba en lo que había ocurrido e hice una promesa, al tiempo que apretaba fuertemente el trozo de roca.
Si había logrado atravesar este escollo, no habría en el futuro situación difícil que fuera insuperable. Cada angustia, cada pena, que afrontase; con solo mirar esa piedra – que acompañó mi regreso – podría resurgir el ánimo, me infundiría valor. Tenía la más absoluta convicción, que no existirían imposibles, si en ello ponía mi esfuerzo y voluntad.
Nuevamente estaba llegando a la ciudad sagrada; las nubes iban abriéndose. Macchu Picchu se veía hermosa al atardecer y los rayos del sol hacían resplandecer la Ciudad Dorada de los Incas…

(1) Cusco: En 1933, el XXV Congreso de Americanistas opta por el nombre CUSCO con ¨S¨, tomando como base el vocablo quechua QOSQO, que significa Centro u Ombligo de la cultura Inca o cultura del Tahuantinsuyo. También Cosco. En Perú se lo escribe con s.

(2) Wayna Picchu constituye un espolón que forma parte de la montaña, cuya base está bañada por el río Urubamba. Su nombre quechua significa “montaña aguja” o montaña joven” también llamada la nariz del Inca. Desde allí se pueden apreciar las construcciones de Macchu Picchu.

Magui Montero
Nota: Foto lograda por Magui Montero durante la trepada al Waina Picchu en el año 2007

domingo, 11 de mayo de 2008

ESBOZO DE UN FANTASMA


El sol comenzaba a levantarse en el horizonte. Las nubes iban tomando un suave color rosado ruborizándose por la tibieza de los rayos que acariciaban cálidamente sus bordes. Los sauces movían la melena perezosa y cadenciosamente al soplo de esa brisa fresca que preludia la aurora.
Permanecía laxa, apoyada en el césped aun húmedo por el rocío nocturno; en tanto, las estrellas se esfumaban en el cielo brindando los últimos chispazos estertóreos en inútil rebeldía, negándose a desaparecer. Jirones de mi aura se esfuman y se concentran en ondulantes dibujos de tonos pastel y me hacen sonreír.
La belleza y el silencio de la noche quebrado por el desafinado cri-cri de los grillos, estaba dando paso raudamente al majestuoso paisaje mañanero, la claridad avanza. La luz se intensifica minuto a minuto y los pájaros inician su coro de bienvenida al Astro Rey.
Solitaria espectadora del nacimiento del nuevo día, a la orilla del río, de mi amado río; vislumbro el agua, engañosamente mansa; la misma que esconde en su vientre remolinos y concavidades, atrapando en su seno a todos aquellos que se atreven a dudar de esa bravura. De rato en rato escucho chasquidos de peces que saltan y vuelven a hundirse en el lecho, poniendo chispas de plata en la superficie del agua.
Lejos, en la semipenumbra matinal se intuyen isletas grisáceas cubiertas de matas, que recuerdo de un intenso verde a la luz solar.
El hermoso paisaje de inmensa paz me hace feliz, la naturaleza se brinda en todo su esplendor y agradezco en silencio a Dios por la posibilidad de disfrutarlo. No hay mayor goce en mi espíritu que haber podido despojarme de la vestidura corporal en este sitio tan bello, mientras dejo para siempre la tierra que me vio nacer.
Los pies de pronto adquieren levedad, ya no siento el pastizal besándome los tobillos, el contorno de lo que fuera mi cuerpo se disuelve lánguidamente y comienzo a elevarme. Enredándome en la copa de un árbol, jugueteo formando serpentina alrededor de dos palomas que revolotean haciéndome cosquillas.
Por fin, mientras Santiago se despereza, me recuesto en la algodonosa nube que me sustenta, cobijándome en este viaje de eternidad.
Soy y no soy. Mixtura de nube y alma, de sentimientos y sentidos que se van evaporando. Fluyo hacia el infinito. ¿Dónde voy? ¿Hay trascendencia en la muerte – vida? Ahora tengo la respuesta. Solo que cada ser deberá encontrarla en el preciso instante en que deje de ser fantasma para transformarse en luz.


Magui Montero
Nota: Fotografía de Néstor Miño - Cristo Blanco del río - Ciudad de Santiago del Estero - Argentina

viernes, 9 de mayo de 2008

LA CAJA DE CUBIERTOS

Los recuerdos se entremezclan. ¿Quién sabe que es verdad o fantasía? pero gran parte de mi relato ocurrió hace ya muchos años y nos dio una lección de vida a mis hermanos y a mi.
Si vuelo en el tiempo, aun puedo ver la mesa tendida de nuestra casa y los reflejos que el tibio sol invernal ponía sobre los vasos prolijamente ordenados, a un lado la servilleta y el pan oloroso y crujiente colocado en la panera, esperando la hora del almuerzo.
Nosotros, jugábamos a los tirones, mientras aguardábamos la llegada de papá, quién exactamente a las 13,15 bajaba de la bicicleta con el mameluco enrollado en el porta-equipajes.
Corríamos a su encuentro, peleándonos sobre quién recibiría el primer beso (por supuesto, se las ingeniaba, para que llegáramos juntos). Mamá observaba el cotidiano juego, sonriendo, y comenzaba a servir humeantes platos de la infaltable sopa.
Desde pequeña sentí un especial orgullo por el trabajo de mi padre en los talleres de la vieja Usina de Agua y Energía; me agradaba el olor de su mameluco y de sus manos, mezcla de gasoil y otros desconocidos elementos para mí. Yo siempre decía “olor a trabajo”; sentía que su labor era importante. En mi inocencia, imaginaba que si mi padre no cumplía con su tarea, toda la ciudad quedaría a oscuras, pues los motores de la Usina, nunca debían dejar de funcionar. Al paso del tiempo, llegué a comprender que ese sentimiento me lo había transmitido él mismo, por la alegría y responsabilidad con que hacía su trabajo de mecánico tornero.
Fue durante la conversación de un almuerzo, (en la cual no debíamos hablar y solo escuchábamos lo que se decía) que comentó acerca de la ruptura de la maquinaria en una hilandería que había en la provincia.
Se lo notaba preocupado, la fábrica estaría parada y allí trabajaba mucha gente humilde, que necesitaba ese jornal.
La pieza debía ser traída desde Alemania (donde había sido adquirida la máquina hilandera) o hacerla en Buenos Aires, pero debían desmontarla y no había elementos con que llevar a cabo algo tan complicado, por las dimensiones que tenía.
Los días pasaban hasta que alguien comentó que Santiago contaba con personas capacitadas para desmontar y hacer la nueva pieza, pero solo había una pluma adecuada y un torno capaz de construirla, y pertenecían a Agua y Energía Eléctrica de la Nación.
Llamaron a mi padre para preguntarle; y les respondió que él mismo podría hacerla, fuera de su horario habitual, pero era solo un obrero y se necesitaba permiso de la máxima autoridad del Organismo.
Los responsables de la Hilandera hicieron los trámites, y la autorización llegó. Mi padre pidió a otro compañero que lo ayudara y se abocaron a la difícil labor.
Durante dos semanas, lo veíamos llegar cuando ya había oscurecido, agotado por las largas jornadas, con la vista enrojecida, porque era un trabajo de precisión y debía salir perfecto. Hasta que una tarde llegó feliz y dijo – ¡Ya está! ¡La hilandera funciona nuevamente!
Supimos por mamá que le preguntaron cuanto cobraría por esa labor, y con su humildad de siempre respondió que no correspondía, porque lo había realizado con herramientas del Estado.
Algunos días después, estábamos sentados tomando de merienda, nuestro mate cocido, cuando golpearon la puerta.
- ¡Papá, te buscan dos señores de traje! Papá fue a recibirlos y luego llamó a mi madre. A los pocos minutos pasaron al comedor. Mis hermanos y yo curioseábamos desde la cocina y escuchamos estas palabras… - Señor, sabemos que no quiso cobrar por su trabajo, pero la Hilandera y muchísima gente está en deuda con usted; permítanos al menos hacerle un presente a su esposa. Mi padre aceptó, y los hombres pusieron en manos de mamá una caja grande, envuelta en papel de seda, con un lindo moño dorado y tarjeta.
Cuando se retiraron, mis padres colocaron el regalo en la mesa y rompieron la envoltura; era una caja con cubiertos labrados prolijamente y colocados en su lugar sobre gamuza azul.
Mamá abrió muy grandes sus hermosos ojos azules y murmuró – Es bellísimo, muy fino, no sé si alguna vez tendremos oportunidad de usarlos… Durante años, la caja estuvo guardada arriba del ropero de mis padres. Ya adultos, cuando se casó la menor de mis hermanos, mis padres resolvieron regalárselos, pues nunca los habían sacado del estuche. Era como una fina joya en las manos de un obrero, algo demasiado lujoso para nuestra sencilla mesa.
Hoy vi la caja en casa de mi hermana, la abrí y pasé los dedos suavemente por el labrado que tan bien recordaba. Aun sigo creyendo que nunca serán usados. Para nuestra familia no es un estuche con vajilla; es un diploma al honor, una medalla a la hombría de bien, la humildad y la decencia de un obrero santiagueño.


Magui Montero

miércoles, 7 de mayo de 2008

LA TORRE


Caminaba de regreso, la jornada había transcurrido llena de tensiones. El trabajo se estaba acumulando; las fuerzas y la voluntad le jugaban una mala pasada, sutilmente todo se volvía poco a poco anodino, gris, descascarado. Era el mediodía, la gente se agolpaba en las paradas de colectivos, los automóviles pasaban rápido y tocaban bocina nerviosamente, cada uno con el apuro de llegar a su casa.
Tenía los pasos cansados; se dejaba besar por el viento y el sol, sin tener conciencia de que la rozaban. Miraba las vidrieras sin verlas, los cristales parecían azogados; en ellos, podía observar su propia figura reflejada, erguida, con un toque de orgullo, para quienes se cruzaban en el camino, porque no conocían el peso que cargaba en las alforjas invisibles de su espíritu. No había urgencia por llegar, nadie esperaba, solo el pequeño perro negro, que olfateaba y movía la cola cada vez, que abría la puerta de la casa, dando su bienvenida.
La vida se deslizaba, seguía su curso, sin embargo, parecía que ella había quedado a un lado. Nada lastimaba demasiado, ni la alegraba más allá de lo razonable. Seguía un ritmo marcado por las horas que continuaban pasando y la rutina calcaba, reiterando iguales mañanas, tardes y anocheceres.
En su eterna búsqueda de equilibrio, fue abandonando poco a poco todo lo superfluo, ni mucho llanto, ni mucha risa, hasta trastocarse en una caja de pocas aristas, pequeña, hueca y vacía. Su otrora brillante mirada se había opacado, manejándose a tientas, llevada solo por la intuición.
Ya no existían los suspiros, ni los gemidos; el nexo con las personas que amaba y estimaba se iba diluyendo, pero aun estaba. Cada vez un paso más atrás, seguía al alcance de sus brazos; tratando de mantenerse cerca cuando tropiecen, y así poder evitar que se lastimen.
Era un difícil destino, signada a ser apoyo de todos; palabra amiga, compañía, consejera en momentos angustiosos, pero ella también necesitaba respaldo; el bastión de la entereza estaba cayendo.
Los cimientos iban perdiendo sustento y poco a poco ganaba la tristeza. La suficiencia y el meticuloso prestigio de ser la más fuerte, fueron aislándola, como una torre que se yergue en el desierto.
Su soledad era arena de un páramo que la rodeaba y estaba sorbiendo el agua de la vida; la torre podría derrumbarse y no quedarían vestigios de lo que alguna vez fue.
Hasta que la mujer comprendió con el paso del tiempo que no estaba sola, había personas, que ella no supo percibir… Después de largas cavilaciones y dudas, descubrió que en realidad todos esos seres formaban su basamento; no debía caer, la estructura de la torre aun tenía fortaleza, a pesar de los vaivenes de la vida, debía mantenerse intacta.

Magui Montero

martes, 6 de mayo de 2008

hay que seguir

Si… hay que seguir.
Problemas domésticos,
dramas cotidianos,
me arrastran en un vórtice sin fin;
pretendiendo que no ocurre nada,
que todo está perfecto,
construyendo un mundo
de cartón pintado
y felicidad fraudulenta.

Y por dentro?
Y el agujero en el alma?
Y las oquedades como cavernas
oscuras y resecas??
Eso no debe verse…,
no está permitido mostrarlo.
La gente vuelve la cara,
porque es demasiado fuerte
ver en otro el agobio y el dolor,
que quizás también por amor
sufren ellos calladamente.

Los ríos de lava candente
que corrían por adentro
se han secado aquí en mí pecho,
formando corteza dura,
y ningún cincel logra romper
esa perfecta armadura.

Tu amor lejano y perfecto
como la brisa de abril,
es solo hermoso recuerdo.
Fui un alegre barrilete
Que acariciaba las nubes
tratando de llegar al sol,
y en mi afán por alcanzarlo,
cortó el sedal desgastado,
y el cordaje quedó suelto.
Siento que me estoy cayendo
en espirales violentos
que anuncian mi destrucción
al llegar a tierra, rauda.

¿Y tú? ¿Acaso ignoras lo que sucede?
Tu voz cálida, pausada, tranquila,
impulsándome a seguir calmada,
a confiar en el futuro,
a continuar esperando…
el tiempo de los brotes,
o la estación de la cosechas.
Y el tiempo sigue su curso…

No!! No puedo!!
Muero por gritarte que no alcanza!!
Necesito tus brazos, tu piel,
tus ojos como saetas de ébano
traspasando mis entrañas,
haciendo manar nuevamente
el geiser de mi amor salvaje, bravío,
estoy sedienta como la arena del río.

Más… estás tan lejos!!
No escucharías mi grito.
Problemas domésticos,
dramas cotidianos
cubren tus sentidos.
Simulas que no ocurre nada,
Que todo está perfecto…

También estás armando
tu mundo pequeño…
de cartón pintado
y felicidad fraudulenta.

Magui Montero

viernes, 2 de mayo de 2008

EL NIÑO CIEGO

Tibia jornada de otoño, la plaza luce solitaria pero tan bella!! Los árboles están desnudando su cuerpo poco a poco y un manto dorado cubre las veredas que resplandecen bajo el sol mañanero.
La brisa juega con mi cabello, mientras permanezco sentada, con los ojos entrecerrados, como intentando esconder la mirada; pero en realidad esto sirve solo para fijar dentro mío lo colorido del paisaje. Las aves revolotean en amplios círculos disfrutando de los vaivenes del suave viento otoñal.
En la caja de arena, cercana a los juegos infantiles, un niño balbucea y sus gorjeos se entremezclan con el de los pájaros. La joven que aparenta ser su madre, un poco alejada, lee un libro, pero sin dejar de levantar la vista de a ratos para mirar al infante.
Desde este lugar, puedo observar todo sin ser descubierta, mi inmovilidad hace que no pueda ser percibida fácilmente. El niño de cabello oscuro, regordete, tiene un peluche entre las manos y lo acaricia con suavidad; despertando mi interés. ¿Por qué no corretea hacia donde están los juegos? ¿No le llaman la atención? Su boquita roja y húmeda besa el muñeco, lo mece y lo toca, mientras sigo haciéndome preguntas silenciosamente.
La curiosidad me fue ganando poco a poco, y luego de titubear, temerosa de romper el hechizo del momento, voy acercándome con lentitud; con miedo a que el pequeño se sorprenda y rompa en llanto; pero sigue con toda su atención puesta en el juguete. De a ratos lo pasa por su carita y ríe nuevamente.
La mujer se levanta cuando me ve cerca de la criatura, y saluda con un cálido – hola! y una linda sonrisa, que me hace responderle de igual forma.
- Que hermoso niño, digo casi susurrando.
- Sí, es hermoso, contesta llena de orgullo.
- Me despertó mucha ternura ver la forma en que acaricia su muñeco.
- Lo está conociendo – dijo.
- ¿Cómo? No comprendo.
- Es la manera que tiene de explorar el mundo, el juguete es nuevo y mi hijo ciego. Lo es desde el día que nació, por eso tiene una forma especial de tocarlo.
Avergonzada, acaricié el rostro del chiquitín, me despedí de su madre y comencé a alejarme lentamente, mientras trataba de asimilar el impacto que me causara la conversación.
Reflexioné sobre el vínculo del dulce chiquillo con el animalito de peluche, sus gestos afectuosos y la conducta diferente de los adultos.
Las personas vivimos cubiertas por una fachada que nos impide exteriorizar lo que sentimos. Si tan solo tuviésemos actitudes y manifestaciones de AMOR en cada cosa que hacemos, si expresáramos abierta y libremente nuestros sentimientos, si la ternura fuese un nexo habitual para relacionarnos, quizás eso nos fortalecería. Podríamos encontrar la energía necesaria para seguir adelante, en un mundo superficial, donde la urgencia por crecer económicamente y la anarquía del orbe moderno, nos ha extraviado la coherencia por las cosas importantes.
Ciego? El niño era ciego? Quizás si, para percibir colores, para mirar objetos; pero la ceguera del mundo era mayor. Nos negamos a irrumpir en el mundo de los sueños, desplazando la calidez de los sentimientos por la hipocresía de parecer, del que dirán; y en nuestra ceguera eterna, permanecemos solos y aislados, pero fieles a la concepción de vida que la sociedad nos impone… parecer más que ser.
El tenue viento se hizo más intenso, me estremezco. No sé si es por el frío, o por la impotencia de vivir encarcelada por los escrúpulos, atrapada por la mojigatería, como siempre y para siempre el: “Ser correcta hasta la tumba…” Podemos elegir entre parecer o serlo verdaderamente…

Magui Montero

Amo el mar

Amo el mar
fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.