Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

sábado, 25 de octubre de 2008

TIEMPO DE RONDAS (en el Barrio Centenario)


Dedicado a mis amigas de la infancia

Tiempo de juegos y ronda, tiempo sin dolores y sin penas, tiempo de candor e inocencia. Tardes de verano, en que regar la calle de tierra era un rito, para corretear al ponerse el sol, divertirse con “el pisa pisuela”, “las estuatas”, “la pilladita” o “la panadería”. Nuestros padres jóvenes, sentados en las amplias veredas en busca de un respiro a las jornadas agobiantes, mientras se entretenían mirándonos y algunas veces participando en los juegos del “al don pirulero” y “la prenda escondida”.
Fines de semana en la calesita de Don Marcaccio y licuados en “El Rey del Tutti” o paseos a la plaza San Martín, donde unas pocas y muy osadas nos sacábamos los zapatos para mojar los pies en la fuente de la Casa de Gobierno.
Tiempo de faldas almidonadas, muñecas de trapo y moños en el pelo, de excursiones para el campo a comer empanadas en la casa de la “abuela Pura”, del café con leche y tostadas con manteca en casa de “la Chelita”, de las mandarinas jugosas en la casa de “tía Zoila”. De la yapa de maní florcita en el almacén de Don Zarco, de las rodillas con raspones y palmadas en el trasero por llegar cinco minutos después del horario establecido.
Tiempo en que se tenía miedo al “cuco”, al fogonazo de una cámara de fotos de magnesio y al castigo de quedarse sin postre, si cruzábamos la calle Rivadavia, o nos metíamos a jugar en la acequia de avenida Belgrano.
Tiempos de dar vueltas un ratito cada una en la bicicleta, compartiendo lo que solo una de nosotras tenía, porque así era más lindo. De ver el pesebre reflejado en la luna –porque ahí estaba Diosito- o un eclipse tras una radiografía vieja –sino te quedarás ciega-.
Tiempos de salir corriendo para no llegar tarde a la escuela del barrio, quedarnos en la cama calentita un día de invierno y disfrutar cuando escuchábamos cantar “Aurora” en la escuela Centenario.
Tiempos de inexistencia tecnológica, nada de Juegos cibernéticos, DVD, ni Compact Disc ¿Cómo hubiesen hecho para tenernos sentadas más de diez minutos? Éramos un grupo de ardillas inquietas que escuchábamos música en la radio o los tocadiscos.
¿Hamburguesas? Nunca hubiésemos cambiado los tallarines amasados con el espeso y aromado tuco que comíamos los domingos, en las largas mesas familiares, por semejante cosa extraña.
¡Ah! Si tan solo pudiese mágicamente regresar al tiempo de puertas sin llave, de racimos de uvas cortadas en el parral de las casas y tomar nuevamente la mano de mis amigas, todas de mejillas rojas y sonrisa ancha, para hacer la ronda allí, justo en la esquina, debajo de la vieja tala y cantar de nuevo… juguemos en el bosque mientras el lobo no está!!


Magui Montero

NOTA: Imagen extraida de internet

sábado, 18 de octubre de 2008

MADRAZA

En el Día de la Madre dedicado a una amiga y a todas las madres solteras

¡¡Eras tan niña!! Dieciséis años descubriendo sensaciones de mujer. Delgada, espigada, de pechos incipientes, carita dulce y un lunar pequeño en el pómulo que ponía mayor belleza en tu rostro. Alguien dijo que tenías el cuerpo ideal para modelar, y así fue… Quienes te conocíamos, soñábamos con que nuestra amiga, la pequeña muñequita pudiese lograrlo. No sabías de la ferocidad del mundo, pero bebías los vientos a raudales, deseabas volar y el barrio ya era poca cosa… Querías ser una estrella, de esas que juntas mirábamos parpadear en las noches de verano. Y los hombres! Ah los hombres, que estaban al acecho, e intuían tu inocencia disfrazada, bajo la apariencia de mujer mundana. Uno de ellos, - después nos contaste – te decía palabras bellas al oído, susurraba que eras “su princesa”, que te haría su mujer, que eras lo más hermoso que conociera… y te rendiste.
Al paso de los meses, un día, que aun tengo muy presente, buscaste refugio en nosotras, las que seguíamos aferradas al barrio, a las cosas simples, y aun no sabíamos mucho de la vida; te vimos llorar y nos confesaste temblando que esperabas un bebé. La familia no te había dado muchas opciones…
Elegiste lo que gritaba tu corazón, porque por dentro seguías siendo la colegiala de rodillas lastimadas; solo que está vez la herida estaba en el centro del pecho. Decidiste irte…, ser madre, a costa de alejarte de familia, compañeras de colegio y amigas de la infancia. Pero nunca sospechaste que esas lágrimas amargas que derramabas, se convertirían en perlas de felicidad y orgullo al paso de los años.
Te levantaste con toda la estatura de los valientes, y seguiste adelante, con tu orgulloso vientre apuntando al futuro. Respondiendo preguntas mirando a los ojos de quienes te inquirían - ¿te casaste?
- No, no me casé, pero espero un hijo y es solo mío.
Y continuaste… terminaste la secundaria con el guardapolvo desprendido, pues el cuerpo delgado se te había llenado de redondeces, por un hijo que crecía en tus entrañas. La escuela nocturna tampoco fue un estigma, trabajabas duramente en las mañanas forjando un futuro para ese pimpollito por la que serías responsable el resto de tu vida.
Renunciaste a ser mujer, para ser un proyecto de madre, con más hombría que algunos que se las daban de “machos”. Forjaste un hogar siendo padre y madre al mismo tiempo de esa bella hija producto de tu empecinada tozudez por defender la vida. La pequeña niña fue haciéndose mujer; tan mujer como su madre, sin que le faltara ni cariño ni contención.
Y tú??... Seguiste creciendo, si es que se podía más, la dama admirable en que te convertiste, aun pudo mucho… dio cobijo y abrió sus brazos a quienes la hicieron a un lado, tuvo espacio para todos. Sí, tenías mucho amor para dar, tu corazón no había envejecido, ni se había amortiguado, trabajaste duro; te abriste camino, desafiante y rebelde.
Hasta que conociste un hombre bueno, que te dio respeto, amor y el lugar que siempre debiste tener, lo que merecías, como ser maravilloso.
Hoy eres feliz, completa, íntegra!! En mis recuerdos, guardaré siempre el ejemplo que dejaste: niña, mujer, MADRAZA!!
Magui Montero
NOTA: La imagen fue extraída de internet

martes, 14 de octubre de 2008

CONFESIÓN

Autor: Enrique Santos Discépolo
Intérpretes: Andrés Calamaro - Enrique Bunbury


Década del 30, la pequeña adolescente de blondos cabellos y ojos turquesa, cumplía con su rito. Como todas las tardes puntualmente, a las 17,00 abría el balcón del comedor y se paraba allí. Sueño de adolescencia, a la hora que las comadres tomaban mate con bollitos dulces,
Esperaba ver al moreno que cortésmente se tocaba el borde del sombrero, cuando pasaba por la vereda del frente y le dedicaba una sonrisa.
Así corrieron los meses, mientras la niña aguardaba al joven de sonrisa seductora, hasta que llegara la ansiada fiesta; el acontecimiento social de gala al que anualmente concurrían las niñas de sociedad, acompañadas por sus padres. Los jóvenes aprovechaban la oportunidad para bailar y elegir a la mujer que al paso del tiempo podría llegar a ser su esposa, si contaba con la aprobación familiar.
Josefina preparó para la fiesta un vestido de celeste intenso que hacia resaltar su piel rosada, los ojos parecían brillar más aun, cepilló el cabello arreglándolo con una sencilla cinta de raso y lo dejó caer suelto sobre la espalda, finalmente se perfumó con agua de azahar. Sonreía cuando partió junto al grupo familiar rumbo al evento. Subió las escaleras del salón, teniendo especial cuidado de no pisar el borde del vestido y arruinarlo. Estaba nerviosa, era su primera fiesta, había venido preparándose durante mucho tiempo; con ayuda de los hermanos aprendió en la intimidad del hogar unos pasos de vals y tango que la ayudarían a salir airosa de la prueba.
El salón parecía una colmena por su actividad, la orquesta en vivo interpretaba música selecta y las mesas estaban repletas de comidas sabrosas.
Josefina sintió una mirada posada en ella. Desde la distancia los ojos del joven moreno la observaban con intensidad. Se inició el momento del baile, un hermano la tomó de la mano, conduciéndola hacia la pista, bailaron por un rato y volvieron a sentarse. Su madre la reprendió afectuosamente –Niña, un poco más de recato! La gente comentará, al ver tanta sonrisa…
Pocos minutos más tarde se acercó el dueño de sus sueños y con respeto se dirigió a su madre –Disculpe señora, sería tan amable de permitirme bailar con Josefina? La dama sonrió forzadamente y respondió: sí caballero, pero solo dos piezas, es demasiado joven aun para bailar tanto.
La orquesta interpretó dos tangos. Mientras la tenía enlazada por el talle, le susurró: Josefina, me gustas mucho, estás hermosa. La muchacha sintió que el rubor cubría su rostro, no respondió, las rodillas le temblaban. Volvieron a la mesa, dijo muchas gracias y se sentó.
Su hermana mayor se veía enojada, y ella no sabía el motivo. ¿Acaso se había comportado imprudentemente? No lo creía, pero el resto de la noche habló poco hasta la hora de regresar.
El domingo, como todas las tardes, se dirigió presurosa al balcón, pero la detuvo la voz del padre a sus espaldas. ¡No quiero que vuelvas a estar en el balcón! Anoche me dijeron que te miraba en el baile ese “negro”, que se atrevió a bailar contigo. No permitiré que mi hija se enrede con un criollo, menos aun porque es de familia pobre. Debes pensar en buscar el hombre adecuado, un gringo que te haga feliz y te brinde todo lo que corresponde.
Josefina bajó la cabeza, se retiró a la habitación, esforzándose por contener el llanto.
Pasó el tiempo, los hermanos se fueron casando, ella continuaba sus días en la vieja casona, aprendió a cocinar y ser anfitriona en reuniones familiares, cuando sus padres ya no estuvieron. Todos la oían cantar muy bajito algunos tangos mientras diligentemente hacía las tareas de la casa. Había dos que eran sus preferidos “el pañuelito blanco” y “confesión”.
Cierta tarde, cuando yo era pequeña, tía Pepita se encontraba jugando con nosotros en el jardín. Un distinguido señor de cabellos blancos se acercó a la reja y le dijo, hola Josefina, estás tan hermosa como siempre, que sigas bien. Mi tía temblaba, ruborizada, los ojos claros cubiertos de lágrimas pugnando por salir, quedó mirándolo en silencio; mientras el caballero se tocaba el ala del sombrero como saludo y se alejaba.
Ella siguió soltera, rodeada del afecto de sus sobrinos, cocinando manjares sabrosos y prodigándose en mimos. Recuerdo haberla escuchado cantar esos dos tangos hasta que el día en que murió anciana, aun bella en su dignidad.

Magui Montero
Nota: Dedicado con todo mi cariño a mi tía Pepita.

domingo, 12 de octubre de 2008

VACACIONES PARA HELENA

Helena había empezado precozmente a tomar responsabilidades demasiado grandes… y estaba harta. Su vida estuvo enmarcada en una sucesión de hechos que fortuitamente o no, la hicieron arrogarse obligaciones muy joven, apenas concluida su carrera.
El prematuro retiro del padre por efectos de la enfermedad coronaria, hizo que tomara para sí el titánico esfuerzo de llevar adelante la compañía, con toda la obstinación que le permitía su carácter, impulsada por el ejemplo del tesón paterno, para dar a la familia lo mejor.
Es cierto que vivía confortablemente. Los negocios, les permitían realizar distintas actividades sin presiones económicas. Los hermanos menores continuaron yendo a la universidad, luego dedicaron el tiempo a corretear chicas y divertirse; sus padres iban a eventos sociales o recorrían paisajes. Helena había optado por comprar un confortable piso, a pocas cuadras de la empresa, para tener su propio espacio, no pasar largo tiempo conduciendo en la autopista por las mañanas, o al término de la jornada; pero ya era una mujer adulta, percibió que estaba renunciando a mucho.
Hacía algunas semanas que se reuniera con sus compañeras de promoción; todas en mayor o menor grado, comentaban acerca de los logros de sus pequeños hijos, de la última disco que se había inaugurado, o lo bien que la pasaban en compañía de su pareja, según fuese la situación personal. Ella escuchaba con una sonrisa, pero se comparaba con sus compinches de la etapa adolescente. ¿Cuales eran los momentos más agradables? ¿Acaso los fines de semana, comprando cosas en un shopping? ¿Las cenas a que se veía obligada a concurrir, para no afectar la sensibilidad del personal de la empresa? ¿Los viajes por negocios, que apenas le dejaban tiempo para conocer aeropuertos de otras ciudades? Es cierto que había tenido oportunidades, aunque siempre las desechaba; el temor de que algo no funcionara bien en la compañía, era más fuerte que las ganas de darse un descanso.
Por fin, luego de que la idea diera vueltas en la cabeza durante algunos días; llamó a reunión gerencial, escuchó el informe periódico confirmando que las cosas se encontraban encausadas y les dijo a los asombrados miembros de la junta: - El médico me aconsejó tomar un descanso -cosa que era mentira, pero necesitaba dar una explicación lógica –, permaneceré alejada por un tiempo, espero que continúen con responsabilidad sus tareas y sigan adelante, pues conozco de su capacidad, sé que sabrán responder a la confianza depositada.
Dicho esto, se retiró sin girar la cabeza, sabiendo que muchos pares de ojos la observaban, levantó las cosas personales, dio órdenes a su secretaria, dejando indicado que solo fuera molestada en caso de una situación imposible de resolver; habló por teléfono con la familia para explicarles y despedirse; a lo que su padre respondió:
- ¡Mira hija, ya hace largo tiempo que tendrías que haberlo hecho! Con tu madre nos sentíamos culpables por no haberte permitido una oportunidad de disfrutar. Vete tranquila, la gente que trabaja con nosotros es de absoluta confianza; todo irá bien. Es hora de que tengas tu descanso.
Respiró hondo, ahora más calmada, sin un atisbo de culpabilidad se dedicó a preparar sus maletas. Desechó la ropa que acostumbraba a llevar cuando viajaba por negocios, eligió zapatillas, jeans, remeras y sweeters de vivos colores, trajes de baño, camisas livianas; vestimenta que no era habitual, salvo en aquellos días, en que iba con los hermanos al campo.
Y partió. Había elegido como destino, un pequeño pueblo de pescadores, lejos de la ciudad. Después del aterrizaje en el aeropuerto viajaría varias horas más, para llegar hasta donde la esperaban, con todo dispuesto. Las indicaciones que le dieran, resultaron suficientes. Bajó en la parada del bus, cuando aun era de madrugada. El silencio era impresionante, solo rasgado de rato en rato, por algún vehículo que pasaba.
Por fin, apareció el automóvil que la trasladaría hasta la cabaña que alquilara. Aun tenía un poco de temor, porque no conocía nada más que las fotografías que había visto en la propaganda que encontrará en Internet. Cuando llegó al lugar, el resquemor se evaporó mágicamente. Los dueños del predio eran un matrimonio maravilloso; pequeñas construcciones se sucedían aquí y allá, en medio de un césped lleno de flores. A poca distancia se adivinaba el mar, que a esta hora solo era una mancha aceitosa en la penumbra, con picos de espuma más claros lamiendo la arena.
Rosa, le entregó las llaves, pasó junto a ella, mostrándole la hermosa terraza que daba al mar, le dio indicaciones acerca de adquisición de provisiones, horarios, comodidades, transportes y se fue, dejándola sola.
La cabaña era pequeña, confortable, construida en madera, dos habitaciones, un lindo baño, cocina con todo lo necesario, decorada con buen gusto y calidez.
Desarmó la valija, ordenó la ropa, tomó un suculento desayuno que Rosa le había dejado preparado y se sentó a hacer la lista de cosas que debía comprar en el pueblo, distante a tres kilómetros siguiendo la costa, según le indicara Francisco, el esposo de Rosa.
Se calzó zapatillas, jeans, camisa de algodón y gorra de visera. De pronto se había transformado en una de las tantas jóvenes que estaban de vacaciones. Tomó un bolso que cruzó en bandolera, para traer con comodidad la mercadería y partió hacia el pueblito, caminando a la vera de la carretera. Tenía a su derecha la costa, aspiraba con fuerza el frío viento salobre. Sus ojos, acostumbrados al paisaje metropolitano, se perdían en la inmensidad, tratando de llegar al horizonte. Frente a ella, se levantaban suaves lomas y serranías salpicadas de casitas que miraban hacia el mar.
Llegó al pueblito de Guanaqueros, a pocos kilómetros de Coquimbo y La Serena, quizás mucho antes de lo que esperaba. Las barcazas pesqueras habían regresado de su labor diaria, permanecían hamacándose al compás de las olas en el pequeño muelle, mientras algunos pescadores rezagados, aun acomodaban redes y canastas en cubierta.
Se detuvo a respirar el aire marino que le inundaba el pecho, vio en una de las barcas al joven que fumaba, con el torso desnudo, apoyado en uno de los mástiles, el rostro vuelto hacia el horizonte.
Sabiendo que no era observada, pudo disfrutar de la hermosa figura que se recortaba en el paisaje matinal. Espaldas anchas, morenas por el sol marino, pantalón de jeans ajustado en la cintura, enrollado en las piernas a la altura de las pantorrillas y el pelo moviéndose con el viento. Helena percibió dentro de si, el llamado de los sentidos que creía dormidos hace tiempo. Le hubiese gustado estar en los brazos de ese hombre.
Sacudió la cabeza, miró hacia otro lado y siguió con rumbo a la proveeduría. Allí compró todo lo necesario, encaminandose nuevamente hacia el lugar donde se alojaba; pero el sol a esta hora, castigaba con fuerza, las bolsas pesaban demasiado y a pesar de su buen estado físico, sintió un poco de cansancio. A escasa distancia, leyó un cartel algo despintado que decía “cantina” , sin pensarlo demasiado, abriendo la puerta pasó al reparo de la semipenumbra del bar.
Una veintena de pares de ojos miraron hacia ella, cuando el tintinear de los caireles de la puerta anunció su entrada. Quedó parada, tratando de acostumbrarse a la mortecina luz que filtraba desde la calle; luego avanzó, murmurando un - buenos días – a los sorprendidos parroquianos reunidos de a dos o tres en pequeñas mesas de madera.
El cantinero, algo turbado por la entrada de una mujer en ese lugar que era casi exclusivamente visitado por los pescadores locales, la recibió con una sonrisa y el consabido - ¿Qué se va a servir señorita? mientras intentaba limpiar inexistentes manchas del mostrador, con un trapo húmedo.
- Una cerveza fría, por favor, respondió en voz alta, propia de su acostumbrada autonomía. El hombre rápidamente levantó un jarro grande de vidrio desde la fila que estaba al costado y comenzó a verterlo desde la máquina que expendía el ambarino líquido.
Helena dejó las bolsas a un lado, se sentó en el taburete vacío, mientras observaba a los clientes; con rostros apergaminados por el agua y el sol, nervudos, de manos curtidas; si, la mayoría eran hombres de mar. Hacia un costado, a pocos metros, encontró al pescador que admirara en la mañana; éste, tomaba cerveza mientras fumaba con los ojos entrecerrados, ahora llevaba puesta una camisa a cuadros suelta. Helena sintió que el rostro se le arrebolaba, tomando el mismo color de sus rojizos cabellos, como si el distraído hombre pudiese saber lo que ella había experimentado al observarlo.
Se concentró en beber la espumosa cerveza, o comer maníes desde un pequeño recipiente, tratando de calmar su inquietud. La música, alegre, se entremezclaba con las risas de ese puñado de hombres que todos los días arriesgaba la vida para traer el pan al hogar. De pronto, fue sobresaltada por un saludo que sonó a sus espaldas.
Giró la cabeza, se encontró con los ojos oscuros del pescador, que la miraban fijamente – perdón, me llamo Joaquín, creo que no me oíste. ¿Te molesto? - dijo mientras extendía su mano hacia las de ella, en actitud amistosa.
- No, no me molestas, soy Helena, no te escuché acercar – respondió mientras estrechaba su mano.
- Vivo aquí desde hace cuatro años y nunca te vi. No eres del lugar?
- Efectivamente, vengo desde Argentina a descansar, llegué hoy.
- Mmm, debes estar alojada en lo de Rosa y Francisco, o en alguna de las casas de la zona, pues no hay un hotel cómodo en este pueblo.
- Si, estoy en las cabañas, vine a comprar provisiones; me cansé, no estoy acostumbrada al sol tan intenso – respondió.
- Bien, entonces, te acompañaré, pues veo que estás con demasiada carga encima – comentó mientras reía.
- ¡¡No, por favor, no te molestes!!
Joaquín siguió riéndose como si no hubiese escuchado, cargó las bolsas sin esfuerzo y caminó hacia la salida, luego de pagar la consumición de ambos.
Iban uno al lado del otro, como si fueran viejos conocidos, Helena miraba de reojo el perfil de Joaquín; pudo observar que a pesar de lo alta que se consideraba, el le llevaba por cerca de una cabeza. Hablaron durante el camino, así pudieron saber lo mucho que tenían en común. El se había cansado de la vida de la ciudad, había dejado todo, para comprarse una pequeña barcaza donde pasaba sus días alimentándose del producto de la pesca y consiguiendo lo necesario para vivir con la reventa del excedente. Sintió una sana envidia por la libertad que él había logrado de esta forma y comentó que ansiaba tener la valentía de tomar una decisión similar. Llegaron a la cabaña más pronto de lo esperado, lo invitó a tomar algo fresco en la terraza que daba al mar, debajo de la amplia sombrilla, como forma de retribuir su actitud.
Con el correr de los días, Joaquín se fue convirtiendo en una compañía habitual para Helena; quien pasaba las jornadas entre el sol, el agua, la lectura de libros, la música y las visitas del joven pescador.
Una tarde, cuando regresaba de la playa, el viento comenzó a hacerse más fuerte, las altas olas lanzaban cataratas de agua y espuma casi hasta la carretera, y la tormenta se abalanzó con furia sobre la costa. Llegó corriendo a la cabaña, se quitó la ropa mojada y luego de tomar una ducha tibia se tiró en la cama, donde quedó dormida hasta el amanecer. Se despertó asustada oyendo a lo lejos el ulular de sirenas. El viento había amainado, pero las olas eran altas, seguían rebeldes tratando de quedarse en la playa. La mañana estaba gris, se vistió rápidamente y fue a averiguar que sucedía.
Rosa le contó, con los ojos muy abiertos por la angustia, que a pesar del mal tiempo, muchos pescadores se habían hecho a la mar y algunos de ellos no regresaban aun. En ese instante Helena pensó en Joaquín… Una punzada de terror se le instaló en el pecho y se dirigió corriendo hacia el pueblo. Cuando llegó, buscó entre las barcazas aquella tan conocida, que llevaba en la popa pequeñas banderitas de vívidos colores; esforzó la mirada, pero no la pudo encontrar.
Temiendo lo peor, se dio paso entre la gente amontonada en la pequeña cala, buscaba entre los pescadores algún rostro amigo. Cerca de ella, abrazado a su mujer, se encontraba un compañero de Joaquín. Estaba mojado, agotado por las penurias, con el rostro cubierto de lágrimas; repetía incesantemente perdí mi barca, perdí mi barca… Ella se acercó, temblorosa y preguntó: ¿Viste a Joaquín?
El hombre con la voz quebrada, le dijo: lo vi hoy en la madrugada, se rompió el timón de Juan; él trataba de llegar para ayudarlo, luego no lo volví a encontrar. Murmurando unas palabras de agradecimiento, se alejó, parándose con la mirada perdida en el mar, rogó que estuviera bien. Tomó conciencia que en el tiempo que compartieran, su afecto por Joaquín se había transformado en algo más intenso. ¿Es posible que ahora, cuando descubriera el amor ansiado, la naturaleza lo arrancara de su lado?
La gente seguía esperando, los vehículos se cruzaban llevando y trayendo noticias, pero ella no escuchaba, lloraba sin parar con el rostro vuelto hacia el horizonte. Hasta que sintió unas manos que la tomaban fuertemente de los hombros y la ronca voz tan conocida -¿Qué estás haciendo aquí? Helena giró y colgándose de su cuello comenzó a sollozar, sin responder nada.
¿Lloras por mí? ¿Tuviste miedo por mi? - Le preguntaba sin pausa mientras la abrazaba pegándola contra su pecho todavía húmedo.
-Preferí no volver a esta cala, ayudé a Juan, y nos dirigimos a un puerto seguro, algunos kilómetros más alejado pero fuera de la zona de tormenta. Tomó con sus ásperas manos la barbilla de la joven e inclinándose, la besó suavemente en los labios, hasta que Helena respondió al llamado de sus sentidos y el tierno beso se convirtió en un grito de gloria largamente esperado por ambos.
Aun recuerda cuando llamó a la familia, para avisar que se quedaría a vivir allí, lejos de la ciudad. Uno de sus hermanos, tomó las riendas de los negocios; era lo suficientemente maduro para hacerlo y la carrera que estudiara le había dado la formación adecuada.
Ha pasado el tiempo, ella está más quemada por el sol y camina descalza en la terraza de la casa, mientras prepara el desayuno. El chiquillo de pelo rojizo, juguetea a pocos pasos, le sonríe con ternura. Helena espera el regreso de su hombre. Ya nada queda de la dura ejecutiva de antaño, tan solo es una mujer enamorada. La mujer de un simple pescador de pueblo.

Magui Montero

Nota: Dedicado con especial afecto a Rosa y Francisco propietarios del Complejo Cabañas Nenita - Guanaqueros - Chile.
Las fotografías que ilustran el cuento fueron tomadas en la localidad de Guanaqueros - Chile

lunes, 6 de octubre de 2008

SUEÑOS DE FUTURO

Polvaredal, tierra reseca, verano ardiente. Caminos desdibujados por la sequía, el viento levanta polvo semejando niebla pardusca y oscurece las hojas de garabatos y yuyales. Algunos algarrobos resisten a la dura naturaleza, esperan volverse leña para los hogares, aplacar con sus frutos el hambre del pobre y ofrecen sus ramas, cual brazos extendidos, para dar generosa sombra.
En medio de la nada, surgen aquí y allá los techos de ranchos, humildes casitas de nuestro monte, cobijo de los campesinos de piel curtida y reseca, de manos duras, forjadas a golpes de hacha; de mujeres valientes que pelean por la subsistencia de sus hijos. Acostumbrados a la lucha diaria por tener un trozo de pan, elevan su voz al cielo pidiendo agua, ansían un mejor camino en el intento de llegar hasta el pueblo más próximo.
Paridos por la misma tierra, con la esperanza latente, buscan su vida. Hijos de igual esencia; siguen ahí, en el mundo que los vio despertar, férreamente empecinados en crecer, limpios de mezquindades, ofrecen lo poco que tienen a quien se asoma a conocerlos; demuestran que su riqueza es grande, pues la tienen en el alma.
No poseen ojos tristes, guardan el brillo de la inocencia y la fe en que hay alguien que piensa en ellos, el don de creer que existen personas con el corazón abierto y las manos pródigas, no para las dádivas; sino para enseñarles que el trabajo honrado abre el camino hacia un futuro hermoso y cierto. Ser humilde no es sinónimo de vivir vencido; la riqueza es algo que se construye unidos, para la felicidad de nuestro prójimo y la propia. Saben que hay hermanos dispuestos a brindarse por enteros; extendiéndoles las manos, para levantarlos de su postración.
El agua y la tierra son fecundas. El futuro está aquí, depende de los pasos que demos, sin peleas, pacientemente aferrados en cada instante a la lucha de la vida, que no debemos abandonar. Trabajar codo a codo, haciendo las cosas bien, con el esfuerzo unido a la honradez.
Esa es la consigna irrenunciable, la impronta de todo un pueblo, confiar en que el mañana está llegando y la certeza de que se irá convirtiendo en una realidad palpable.
Magui Montero

Amo el mar

Amo el mar
fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.