Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

viernes, 9 de mayo de 2008

LA CAJA DE CUBIERTOS

Los recuerdos se entremezclan. ¿Quién sabe que es verdad o fantasía? pero gran parte de mi relato ocurrió hace ya muchos años y nos dio una lección de vida a mis hermanos y a mi.
Si vuelo en el tiempo, aun puedo ver la mesa tendida de nuestra casa y los reflejos que el tibio sol invernal ponía sobre los vasos prolijamente ordenados, a un lado la servilleta y el pan oloroso y crujiente colocado en la panera, esperando la hora del almuerzo.
Nosotros, jugábamos a los tirones, mientras aguardábamos la llegada de papá, quién exactamente a las 13,15 bajaba de la bicicleta con el mameluco enrollado en el porta-equipajes.
Corríamos a su encuentro, peleándonos sobre quién recibiría el primer beso (por supuesto, se las ingeniaba, para que llegáramos juntos). Mamá observaba el cotidiano juego, sonriendo, y comenzaba a servir humeantes platos de la infaltable sopa.
Desde pequeña sentí un especial orgullo por el trabajo de mi padre en los talleres de la vieja Usina de Agua y Energía; me agradaba el olor de su mameluco y de sus manos, mezcla de gasoil y otros desconocidos elementos para mí. Yo siempre decía “olor a trabajo”; sentía que su labor era importante. En mi inocencia, imaginaba que si mi padre no cumplía con su tarea, toda la ciudad quedaría a oscuras, pues los motores de la Usina, nunca debían dejar de funcionar. Al paso del tiempo, llegué a comprender que ese sentimiento me lo había transmitido él mismo, por la alegría y responsabilidad con que hacía su trabajo de mecánico tornero.
Fue durante la conversación de un almuerzo, (en la cual no debíamos hablar y solo escuchábamos lo que se decía) que comentó acerca de la ruptura de la maquinaria en una hilandería que había en la provincia.
Se lo notaba preocupado, la fábrica estaría parada y allí trabajaba mucha gente humilde, que necesitaba ese jornal.
La pieza debía ser traída desde Alemania (donde había sido adquirida la máquina hilandera) o hacerla en Buenos Aires, pero debían desmontarla y no había elementos con que llevar a cabo algo tan complicado, por las dimensiones que tenía.
Los días pasaban hasta que alguien comentó que Santiago contaba con personas capacitadas para desmontar y hacer la nueva pieza, pero solo había una pluma adecuada y un torno capaz de construirla, y pertenecían a Agua y Energía Eléctrica de la Nación.
Llamaron a mi padre para preguntarle; y les respondió que él mismo podría hacerla, fuera de su horario habitual, pero era solo un obrero y se necesitaba permiso de la máxima autoridad del Organismo.
Los responsables de la Hilandera hicieron los trámites, y la autorización llegó. Mi padre pidió a otro compañero que lo ayudara y se abocaron a la difícil labor.
Durante dos semanas, lo veíamos llegar cuando ya había oscurecido, agotado por las largas jornadas, con la vista enrojecida, porque era un trabajo de precisión y debía salir perfecto. Hasta que una tarde llegó feliz y dijo – ¡Ya está! ¡La hilandera funciona nuevamente!
Supimos por mamá que le preguntaron cuanto cobraría por esa labor, y con su humildad de siempre respondió que no correspondía, porque lo había realizado con herramientas del Estado.
Algunos días después, estábamos sentados tomando de merienda, nuestro mate cocido, cuando golpearon la puerta.
- ¡Papá, te buscan dos señores de traje! Papá fue a recibirlos y luego llamó a mi madre. A los pocos minutos pasaron al comedor. Mis hermanos y yo curioseábamos desde la cocina y escuchamos estas palabras… - Señor, sabemos que no quiso cobrar por su trabajo, pero la Hilandera y muchísima gente está en deuda con usted; permítanos al menos hacerle un presente a su esposa. Mi padre aceptó, y los hombres pusieron en manos de mamá una caja grande, envuelta en papel de seda, con un lindo moño dorado y tarjeta.
Cuando se retiraron, mis padres colocaron el regalo en la mesa y rompieron la envoltura; era una caja con cubiertos labrados prolijamente y colocados en su lugar sobre gamuza azul.
Mamá abrió muy grandes sus hermosos ojos azules y murmuró – Es bellísimo, muy fino, no sé si alguna vez tendremos oportunidad de usarlos… Durante años, la caja estuvo guardada arriba del ropero de mis padres. Ya adultos, cuando se casó la menor de mis hermanos, mis padres resolvieron regalárselos, pues nunca los habían sacado del estuche. Era como una fina joya en las manos de un obrero, algo demasiado lujoso para nuestra sencilla mesa.
Hoy vi la caja en casa de mi hermana, la abrí y pasé los dedos suavemente por el labrado que tan bien recordaba. Aun sigo creyendo que nunca serán usados. Para nuestra familia no es un estuche con vajilla; es un diploma al honor, una medalla a la hombría de bien, la humildad y la decencia de un obrero santiagueño.


Magui Montero

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fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.