Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

lunes, 14 de julio de 2008

CELOS

Ramiro estaba con los labios apretados, los surcos de sus mejillas semejaban dos paréntesis circundando la boca, los ojos se habían convertido en dos ranuras pero aun así se podía notar el brillo afiebrado de la mirada.
Dorita, había renunciado a todo lo que significaba ataduras de su vida anterior. Dejó el pueblo y la familia para irse con él; las comodidades que le permitieran sus buenos ingresos, los había trocado por el amor a lado de ese hombre, que tenía un humilde empleo. Les alcanzaba para vivir con lo imprescindible; a ella no le importaba, no se quejaba, era feliz.
Ramiro veía la aflicción reflejada en el rostro de su amada desde hacía un tiempo; cuando servía la comida o conversaban, escondía la cara y evitaba mirarlo.
Los feroces celos se fueron clavando cual espinas dolorosas en lo profundo del joven, más aun pensando que todas las noches la dejaba sola para ir a trabajar como sereno de una empresa. Imaginaba que quizás hubiese conocido a otro; tal vez cansada de esa vida simple, habríase reencontrado con los amigos de antes, cuando no le faltaba nada.
Cansado de hacer conjeturas, un día pidió permiso, alegando dolor de estómago y regresó rumbo a la humilde casita que compartía con Dora. No llegó, quedó en la esquina esperando; algo le decía que esa noche sabría la verdad.
Pasó más de media hora, ya estaba por abandonar su idea, cuando la vio salir con un abrigo impermeable negro; la capucha le cubría el cabello ensortijado, alcanzó a distinguir los jeans y las zapatillas blancas, llevaba un paquete que apretaba en los brazos.
Estaba lloviznando, el empedrado sacaba ecos mortecinos del rápido andar. Ramiro trataba de mantenerse a la distancia, pero sin perderla de vista. Quizás iba a encontrarse con un amante y llevase ese hermoso conjunto de encaje que guardaba para las noches que él descansaba y ella se convertía en una gata sensual. Tal vez otro hombre tocaría esa suave piel y despertara su ardiente temperamento como cuando estaban juntos.
A medida que transcurrían los minutos, mientras la seguía, la rabia fue encegueciéndolo. Dora giró repentinamente en una calleja angosta, su andar fue haciéndose más lento, mientras Ramiro apresuraba el paso hasta alcanzarla justo cuando posaba la mano en un picaporte.
Allí debía estar ese maldito hombre con quien su mujer se revolcaba cada vez que iba a trabajar para traer el jornal!! Sin pensarlo dos veces, sacó el cortaplumas que llevaba apretado dentro del bolsillo, la llamó y alcanzó a ver la mirada sorprendida. Dora abrió la boca para decir algo, pero las palabras fueron ahogadas por un borbotón de sangre, cuando hundió el arma en su pecho.
Ahora acabaría también con ese ricachón que seguramente la estaba esperando!
Abrió la puerta, y encontró una mujer sentada hamacándose con las piernas cubiertas con una frazada. Rosa le sonrió, el fuego de la chimenea marcaba más aun las ojeras oscuras.
– Hola Ramiro – dijo – te conozco porque Dorita me mostró una fotografía donde estaban juntos. ¿Por qué no vino mi ahijada? ¿Acaso se enfermó?
Ramiro sintió que algo le oprimía el pecho, giró la cabeza y miró hacia la puerta entreabierta. Las zapatillas blancas se veían nítidamente con la luz de la calle, destacando los lunares carmesíes de la sangre que las manchaba. La muerte se reía a carcajadas de sus celos infundados.
Magui Montero

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Amo el mar

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fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.