Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

sábado, 24 de mayo de 2008

LA SEÑORITA ALEJANDRA

La anciana se encontraba de pie, destilaba dignidad y orgullo, mientras escuchaba el Himno Nacional Argentino. Regresaba a ese lugar querido después de muchísimos años; sus ojos azules estaban húmedos por la emoción, El viejo Hogar Escuela del que en su lejana juventud había sido docente hoy festejaba las Bodas de Oro.
Las imágenes antes tan borrosas, comenzaron a volverse nítidas y se vio de nuevo en aquel mes de mayo de 1949, joven, con el delantal prolijamente planchado entonando ese mismo himno, con el cabello suelto en doradas ondas, rodeada del abigarrado grupo de niños morenos y asustados ojos. El edificio adornado con banderas argentinas y las autoridades presentes. Las tejas rojas brillaban, los pisos estaban relucientes, aun percibía nítidamente las galerías con inmensos dibujos infantiles, el castillo de Blancanieves, la señora Osa con su delantal de cocina, rodeada por pequeños ositos en la casita del bosque. Olor a pintura, madera nueva y cera. Los dormitorios infantiles lucían alegres con una alfombra de estera, camas prolijamente arregladas, coloridas cortinas, En la parte central de la galería, estaba el inmenso cartel con las palabras “Los únicos privilegiados son los niños”
Una sonrisa se dibujó en el rostro apergaminado. Tenía 26 años cuando comenzó la maravillosa tarea en aquel sitio. Debía ayudar a forjar el futuro de esos pequeños que la vida había maltratado tanto. Todos ellos provenían de hogares con problemas estructurales, padres alcohólicos, madres solteras, maltratados, abusados, o tan pobres que era imposible su crianza y educación. Su misión no era estrictamente docente, pues debía formar, educar y contenerlos, darles cariño, enseñarles a jugar. Temía no poder cumplir con todo lo que esperaban de ella. Los niños habían pasado demasiadas dificultades y desconfiaban de quien se acercaba; estaban en todo su derecho.
Se propuso entregarles un poquito de alegría. En las horas que pasaran juntos, les enseñaría poco a poco a demostrar sus sentimientos; ella tenía Amor para brindarles y hacer que olvidasen en parte, el resentimiento, las carencias materiales y afectivas que siempre habían tenido.
Y así fue; la señorita Alejandra acompañaba a sus chicos a lo largo de las jornadas, les enseñaba a leer y escribir, a sumar y restar, compartía la hora del almuerzo, jugaba con ellos, solucionaba pequeños inconvenientes y les ayudaba a soñar.
Muchas veces decía: “me gustaría que cuando sean grandes puedan tener un título que les abra las puertas del futuro”. Solía preguntar que les agradaría estudiar y sonreía con las diferentes respuestas que recibía.
Su jornada concluía en el Hogar – Escuela al atardecer, luego que los chiquillos recibían la cena, les daba un beso y regresaba a su casa, donde aun tenía muchas responsabilidades y tareas que realizar.
Pasaron los años; la señorita Alejandra fue viéndolos crecer, los chiquitines se hacían adolescentes, algunos volvían a visitarla una o dos veces, mientras continuaba con su labor.
Algunos años después, por razones políticas del país, la castigaron arrancándola de la maravillosa tarea que tanto amaba, para cumplir funciones administrativas, pero ella nunca olvidó a los traviesos infantes que fueron casi sus hijos.
Ahora, no sabía de que lugar habían rescatado su nombre y el de algunas otras compañeras, que orgullosamente estaban en la primera fila del homenaje a quienes fueron pioneros en ese maravilloso lugar, donde los niños, de alguna forma, podían tener algo que les había sido negado en la vida.
Los aplausos al término del Himno Nacional, la sacaron rápidamente de las cavilaciones; hubo palabras alusivas, entrega de pergaminos, canciones interpretadas por el Coro de la Provincia y algunas danzas folclóricas. Se dio por concluido el acto; saludó viejos amigos que había perdido de vista hace algún tiempo, y comenzó a dar los primeros pasos, aferrada al brazo de su nieta, mientras se apoyaba firmemente en el bastón con la otra.
De pronto, un grupo de personas se acercó y la hizo detenerse; los miró extrañada, no creía conocerlos, y aunque sus ojos no la ayudaban demasiado, dudó, porque sus rostros tenían algo familiar.
- Señorita Alejandra! ¿Cómo está? ¿Se acuerda de mí? Fui su alumno cuando tenía 9 años, dijo el hombre con la voz entrecortada.
La anciana abrió sus brazos y apoyó su cabeza, en el pecho de ese caballero maduro, con el pelo corto entrecano, vestido de impecable traje gris, mientras las lágrimas corrían por su rostro.
- ¡Hola mi chiquito! ¡Nunca más te vi! Estás tan grande!
El hombre se rió un poco turbado por las palabras. Le recordó que habían pasado muchos años, que hacía más de 30 años se fue de la provincia, pero había aprovechado la oportunidad para cumplir una promesa que le hiciera cuando era su alumno y venía a mostrar lo que eran sus logros.
- Me costó mucho, es cierto que tuve que esforzarme, nada fue fácil, pero aquí estoy, soy profesor de Literatura. Trabajo en la docencia, porque usted me enseñó a amar lo que hacía, ella es mi esposa, y estos son mis hijos, la más chica tiene 16 años y se llama como usted. He cumplido; nunca olvidaré las palabras que nos dijo el día que terminé la escuela primaria. “Si uno de todos ustedes lo logra, mi misión estará cumplida y podré saber que lo aprendido dio sus frutos”.
La ex docente sonrió, tratando de mantenerse serena, le agradeció por haberla recordado y por permitirle saber como había concretado sus sueños, lo abrazó nuevamente con ternura, y se despidió de la familia.
Mientras caminaba hacia la salida reflexionaba; hay cosas que no les había enseñado a los pequeños alumnos; …debían buscar dentro de si mismos.
Era parte de cada ser humano; sin saberlo, ese niño lo había encontrado. Pensó que de nada hubiese servido sembrar miles de semillas, si el terreno no era fértil. Ella solo había ayudado a educarlos. Aquel pequeño tuvo dignidad, tenacidad, había puesto sacrificio y esfuerzo, pero tenía el sabor del triunfo, de lo conseguido por propio mérito.
Era cierto, se sentía satisfecha; aunque fuera mínimamente había logrado cumplir con la consigna que leyera en las paredes del viejo Hogar – Escuela: “Los únicos privilegiados son los niños”. No sabía si alguno más lo había conseguido, pero al menos “la señorita Alejandra” había colaborado, dándoles la oportunidad de serlo.
Magui Montero
Nota: Dedicado a mi madre en su cumpleaños. ¡Felices 85 años, mamá!

2 comentarios:

RAYITO DE TERNURA- CINE COMPARTIDO dijo...

Paso por la arena


Antes que llegue el rumor de la marea
y el blanco hervor de huevo de la espuma,
me oigo en el eco de un caracol vacío
como el callado hueco de aire oscuro
que hay en toda huella de pisada.

YERMANDELUXE.

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***** GRACIAS POR EL ESPACIO *****
SI SACARAS LA VERIFICACION DE LA PALABRA NUESTRO SALUDO SERIA MAS AGIL Y ASI TE FIRMARIAN MAS ( ES SOLO UNA SUGERENCIA )

Anónimo dijo...

Huellas de pisadas
donde el hueco oscuro toma luz,
el eco llega en mil sonidos
espuma que acaricia arenales
marea llegando a mi playa.

Gracias. Un abrazo

Amo el mar

Amo el mar
fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.