Algunas veces pienso...

Algunas veces pienso...
Fotografía tomada por Gustavo L. Tarchini

martes, 3 de junio de 2008

EL INMIGRANTE


Un lugar lejano de Europa, apenas comienza el siglo XX. El chiquillo delgado, de ropas sencillas está sentado en una roca de la playa. El viento despeina su corto cabello claro, mientras achica los ojos tratando de otear el horizonte y suspira en silencio…
La guerra se cierne sobre el país y hacia donde gira la cabeza, encuentra restos de maderos, trozos de hierros retorcidos, guiñapos sanguinolentos esparcidos, rodando en tétrica danza llevados por el arremolinado soplo marino. Parece permanecer ajeno al escenario dantesco, si bien sus labios están apretados en un rictus de amargura. Recuerdos del hogar rodeado de gigantescos olivos, el aroma de pan recién horneado por la madre, las risas cascabelinas de los hermanos, lo han transportado a otro paisaje donde la dulzura y el amor cubrían su mundo placenteramente. Ahora, el horror del presente solitario y amargo cae sobre él, estrepitosamente.
Nada hay que haya quedado en pie, solo negruzcos muñones que tiñeron la otrora luminosa casa, enlutando para siempre el futuro.
Con furia seca lágrimas que dejan surcos húmedos en el rostro. Si tan solo hubiese estado presente… si no hubiese ido en búsqueda de la cabra extraviada que les brindaba la leche diaria, tal vez la propia muerte le habría evitado el dolor de dar cristiana sepultura a sus seres queridos y ser testigo de la espantosa visión que lo golpeara.
Ya no existe que lo ate a este lugar; quiere huir lejos, donde la distancia lo ayude a cubrir con un manto de olvido todo lo que sus ojos vieron.
Lenta y trabajosamente se puso de pie y comenzó a caminar por la costa, no vuelve la cabeza ni por un instante, tiembla repetidamente aun pasmado por la intensidad de lo vivido.
Anduvo por la húmeda arena durante horas, hasta llegar al pequeño pueblo de pescadores, donde no hace mucho, venía la familia a compartir la misa dominical o un lindo paseo.
Hoy ya no se escucha el eco de música saliendo de la taberna. Explosiones, gritos de órdenes, civiles y soldados corriendo hacia uno u otro lado han modificado la tranquila fisonomía pueblerina.
La cala donde acostumbraba a ver ancladas barcazas pescadoras de multicolores gallardetes ondeantes, está cubierta de lanchones de desembarco y a la distancia puede divisar grandes buques que transportan tropas y vituallas para la guerra.
Sus ojos turquesa se empequeñecen para atisbar mejor, pues el sol de la tarde lo hiere. Los reflejos rojizos sobre el agua golpean el corazón cuando le recuerdan otro rojo bermellón injustamente vertido.
Nadie parece reparar en su presencia, está agotado y el ardor de su piel le recuerda que ha caminado todo el día, pero eso no lo hace cejar en su intento de irse para siempre.
Mordisquea el trozo de pan que llevaba en el bolsillo, y continúa caminando. A un centenar de metros observa un buque de carga del que siguen bajando provisiones hacia barcas más pequeñas, que van y vienen al fondeadero como hormigas obreras acarreando comida.
Finalmente las sombras lo ayudan; puede esconderse dentro de una que regresa hasta la nave mayor. Confundido entre los portadores asciende a ella y
se introduce en las entrañas del navío. Un lugar húmedo, sombrío, le da cobijo detrás de cuerdas y toneles vacíos; por fin se deja caer y rato después el acompasado sonido de los motores se hace sentir.
El movimiento del inmenso monstruo de acero lo acuna en su vientre hasta que poco a poco el sueño llega.
Siente de pronto un tirón en las ropas; seguramente es su madre despertándolo porque se ha dormido… pero, al abrir los ojos, la realidad lo golpea como un mazazo. El tosco marinero de piel morena, le habla en una lengua desconocida…
Se hace un ovillo, temeroso de recibir castigo, aunque el inmenso hombretón solo le acaricia el pelo con ternura, lo toma de la mano y tira de él, obligándolo a seguirlo. Caminan por estrechos pasillos, suben y bajan escaleras, finalmente abre una puerta donde hay dos literas; le alcanza una toalla, jabón, señala un pequeño lavatorio, luego sale dejándolo solo.
Cuando el marino regresa, encuentra al casi niño envuelto en la toalla, aun con el pelo húmedo, sentado en un rincón; las ropas sucias dobladas a su lado y una expresión de angustia pintada en el rostro.
Comprensivamente el hombre sonríe, indicándole que se pusiera las prendas que le traía. En una bandeja, colocó una jarra con agua, queso, galletas y dos manzanas que el muchacho hizo desaparecer en instantes, mientras lo seguía mirando.
Pasaron los días, quién sabe cuantos! Giusseppe aprendió a decir: hola, buen día, gracias, no comprendo, en español. Diariamente esperaba la llegada del hombre que lo protegía; supo que se llamaba José, y lo sorprendió la coincidencia, pues llevaban el mismo nombre en distintos idiomas.
Algunas veces, durante la noche José se sentaba cerca cuando lo oía llorar y le murmuraba palabras que no comprendía pero lo calmaban.
Los oídos de Giusseppe se habían acostumbrado al sonido de las máquinas, hasta que un día escuchó que su ritmo cambiaba, se hacía poco a poco más lento, y finalmente quedó todo en silencio.
Risas en el aire, gritos en español. El barco había llegado a destino. Pasaron las horas, cuando ya bajaba el sol, José levantó su bolsa marinera y la puso al hombro, invitando al joven a que lo siguiera.
Subieron a cubierta, el marinero saludó con la mano en alto a un solitario compañero que hacía guardia, quien le respondió de igual modo, dirigiendo al mismo tiempo un gesto amistoso al jovencito.
Giusseppe miró a su alrededor… el agua tenía un color gris amarronado que desconocía. Hacia occidente, donde sus ojos siempre vieron azul mar, ahora se recortaba el perfil de una ciudad con altos edificios y luces que comenzaban a encenderse en el atardecer. Había cruzado el Atlántico, un marino, decente y bueno le había ayudado; ahora dependía de sus ganas de seguir viviendo y del propio esfuerzo para forjarse un futuro.
La vida estaba brindándole una nueva oportunidad del otro lado del océano, en un país desconocido. Argentina le estaba abriendo los brazos.

Magui Montero

Nota:3º PREMIO Cuentos.
Concurso SALAC. 2007 “Nenúfar Niró”3º Provincial, 2º Nacional y 1º Internacional.
Fotografía gentileza de Luis A. Gallardo Cortéz. Costa de Chile. Año 2005

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Amo el mar

Amo el mar
fotografía tomada en la costa de Chile por Luis A. Gallardo Cortéz.